El programa que la OIT lleva adelante desde 1999 sobre el trabajo decente se sustenta en la Declaración de Filadelfia la cual promueve el derecho que todos tenemos a desarrollarnos “en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades”. Esta declaración no solamente apunta a la reivindicación del derecho de los trabajadores para que gocen de verdaderas condiciones laborales; podría afirmarse que va más allá, puesto que garantizar el derecho del trabajo tiene implícito el resguardo del derecho a la ciudadanía, lo cual a su vez abona el terreno para su consolidación.

Frente a estos principios, en contraste, se vive un país en el que se reproduce a diario un círculo vicioso de baja productividad y en consecuencia de empleos de mala calidad. Este círculo es alimentado por la persistencia de altas proporciones de trabajadores informales junto a aquellos que, independientemente de si se ubican en el sector formal o informal de la economía, sufren de una alta inestabilidad laboral puesto que no se encuentran amparados bajo derechos como: ingresos dignos, protección y beneficios, posibilidades de capacitación y de crecimiento o maduración en las respectivas carreras u oficios. La consecuencia inmediata de este círculo vicioso es el crecimiento de la vulnerabilidad y la pobreza.

De hecho, en el país actualmente el porcentaje de población en condición de pobreza aumentó ostensiblemente según los primeros resultados de la Encuesta de Condiciones de Vida del año 2015 (ENCOVI 2015), proyecto conjunto de la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar. Esta fuente independiente evidencia que la pobreza por ingreso es de 76% del total de población, cifra sin precedentes en la historia del país, que, aunado a la crisis económica actual y a la paralización del aparato productivo, son caldo de cultivo para una mayor conflictividad social, lo que claro está, representa sin duda una vulneración de los derechos laborales y ciudadanos.

Frente a un escenario como este, cabe apostar no solamente por el saneamiento de las condiciones económicas del país, también resulta necesario promover la reactivación del aparato productivo. En otras palabras, las políticas deben traer como consecuencia el incremento de la productividad de cada puesto de trabajo y el traslado de trabajadores desde ocupaciones de menor a mayor productividad.

De lograr esta transformación, el trabajo se convertiría en la base de una vida digna. Procurar el crecimiento económico y social permitiría a la población contar con capacidades y posibilidades para ganarse la vida con el trabajo que escojan, y contar además con condiciones laborales adecuadas, lejos de actividades poco enriquecedoras en términos productivos y personales como la conocida actividad del “Bachaqueo”. El efecto de estas medidas igualmente permitiría a los asalariados obtener un ingreso adecuado para solventar las necesidades familiares e individuales en contraposición de la actual situación en la que los decretos de aumentos de salarios mínimos pierden la batalla frente al ritmo de crecimiento de la inflación.

La promoción del derecho al trabajo implica igualmente la no discriminación por la vía del género o la posición ideológica, así como la posibilidad de asociarse libremente bajo la figura de afiliación a sindicatos para la negociación de mejores condiciones de trabajo, o también para ejercer el derecho a huelga, sin que ello sea visto como una amenaza para el gobierno en turno.

En definitiva el derecho al trabajo constituye una parte importante de los derechos humanos y éstos a su vez son la única garantía para la construcción de la ciudadanía que asegure a estos ciudadanos el derecho a una vida próspera.

Genny Zúñiga/Socióloga

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