A partir del año 1999 y de la elección del teniente coronel Hugo Chávez Frías como presidente constitucional de Venezuela, comenzaron a introducirse un conjunto de cambios pretendidamente revolucionarios e influidos por un sincretismo ideológico que va desde algunos aspectos del marxismo ortodoxo, pasando por un conjunto de aproximaciones revisionistas, entre las que destacan el castrismo y la ideología del movimiento insurgente liderado por Douglas Bravo y William Izarra padre, hasta llegar a un marxismo selectivo, que derivó en un muy difuso Socialismo del Siglo XXI, impulsado, entre otros, por Heinz Dietrich.

De aquel marxismo ortodoxo rescatamos dos premisas generales por considerarlas ideas rectoras del proceso de cambio emprendido por la autodenominada “Revolución Bolivariana” desde el año 1999 y hasta nuestros días. La primera, comprende a su vez dos importantes constructos: a) La infraestructura, entendida esta como el armazón interior de la sociedad, y en la cual, la propiedad privada es entendida como un hecho económico; y b) La superestructura que, asumida como el caparazón de esa sociedad, justifica, desde el punto de vista ético y jurídico, la mencionada infraestructura. La segunda, es una vieja idea acuñada inicialmente por Hegel, según la cual, la producción es la base de todo orden social, y por ende, es en ésta donde se encuentran las causas de los cambios sociales. De manera que, al asumir estas ideas como un dogma, la “Revolución”, concentró sus principales esfuerzos en lo económico, y específicamente en la producción, entendiendo ello como un hecho sociopolítico.

Inicialmente, las premisas generales fueron tomando forma programática y normativa -lo que para una mayoría desprevenida no pasaría de un simple y desquiciado nominalismo- aunque muy pronto adquirieron formas y efectos concretos en el sistema socioproductivo nacional, develando gradualmente una intencionalidad primaria: la destrucción de la capacidad productiva, como consecuencia del progresivo incremento del poder en la producción por parte del Gobierno.

En este sentido, los hitos programáticos y normativos tomaron forma, entre otras: en la propia Constitución Nacional de 1999, que introdujo la idea de la “propiedad colectiva” de los medios de producción como una herramienta para “alcanzar la igualdad en la repartición de la riqueza”; en el Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2001-2007 que promovió una “mayor participación del Estado y nuevas formas corporativas”, para avanzar hacia una “economía mixta”; en el “Salto Adelante”, que sentó las bases de la “aceleración en la construcción del nuevo modelo productivo”; en la Reforma Constitucional y la Ley Habilitante de 2007, y que planteó la “subordinación de la propiedad privada a la propiedad social y el desarrollo de la economía popular”, introduciendo la “organización comunal”; finalmente, en el Primer Plan Socialista de la Nación 2007-2013, que estableció abiertamente el desarrollo de un “Nuevo Modelo Productivo Socialista” y la “transformación de las relaciones de producción”.

En este mismo orden de ideas, los trabajadores fueron objeto del avance eficaz de las medidas gubernamentales diseñadas para desmontar su capacidad organizativa y de acción, entre las que destacaron: la ruptura absoluta del díalogo, lo que derivó en la unilateralidad de las políticas laborales, de negociación colectiva y salariales; la consolidación del protagonismo del Estado como ordenador, y sobre todo como patrono; el consecuente retraso en la discusión de los contratos colectivos y el avance en el diseño de un contrato colectivo marco para la administración pública; el impulso de una práctica regular de criminalización de las protestas laborales; y la promoción o complicidad gubernamental en las muy novedosas prácticas, en Venezuela, del sicariato sindical (más de 400 víctimas desde 2005 a la fecha), entre otras. Todo ello, contribuyendo a una evidente, aunque no declarada, estrategia de fragmentación y paralelismo sindical para la supresión del poder potencial de este actor socioproductivo.

Por su parte, los empresarios han sido testigos de un conjunto de medidas programadas para reducir, no sólo su participación en la actividad económica, sino su capacidad productiva; y con ello anular toda posibilidad de configuración o ejercicio de poder en el sistema. Las más evidentes han sido: el proceso de desindustrialización impulsado por el Ejecutivo que hizo que, de un parque industrial de aproximadamente 12.700 empresas existentes en 1997, se llegara a unas 5.500 empresas en 2015; aunado a ello y como algunas de las causas, las medidas de expropiaciones, nacionalizaciones y estatizaciones, que dieron cuenta entre 2005 y 2012 de más de 3.300 violaciones a la propiedad privada; un cerco legal que, en su conjunto, comprende más de cincuenta (50) fórmulas normativas (leyes orgánicas, leyes ordinarias y decretos, entre otras), a fin de limitar la actividad productiva; lo que se complementó con un incremento significativo de los entes oficiales de fiscalización de la actividad y la radicalización del discurso antiempresarial, hoy denominada Guerra Económica.

Mientras lo anterior ocurría, en paralelo el Gobierno, como tercer actor fundamental de la actividad socioproductiva, impulsó una serie de medidas que gradualmente le permitieron consolidar un poder de carácter hegemónico en el sistema socioproductivo. Entre éstas destacan: la dilatación programada de la nómina pública, pasando de 1.2 millones de empleados en 1999, a 2,7 millones en el primer semestre de 2015, evidenciando la vieja fórmula socialista del “empleo sin trabajo”, según la cual, la intención no sería el incremento de la producción, sino el del control político y la dependencia; el diseño de instituciones y normativas para la maximización del control gubernamental; la concentración de los poderes públicos en el Poder Ejecutivo, difuminando el equilibrio característico de las democracias y maximizando el poder del Ejecutivo. Y finalmente, la militarización gradual de la actividad económica.

Este cuadro condujo de un modelo tripartito a un modelo militarista hegemónico, que ha conllevado a un significativo incremento de la conflictividad sociolaboral y de la tensión sociopolítica[1], como efectos de la redistribución del poder, pero sobre todo al avance planificado en la política destruccionista y de dilapidación del capital, así como en la configuración gradual de un “Estado Absoluto” y bajo control hegemónico militar.

En conclusión: a) el socialismo ha fungido como el referente utilitario y nominal del militarismo; b) la destrucción de la capacidad productiva, ha sido el resultado de una acción exprofesa y planificada. Es decir, las consecuencias de las medidas, juzgadas por muchos de nosotros negativas, han sido en realidad la realización de esas medidas; y c) siendo el objetivo estratégico fundamental la procura y conservación del poder absoluto, se devela como objetivo táctico fundamental la invalidación de la “burguesía” como posible fuente del financiamiento opositor, por la procura de su huída y empobrecimiento.




 

 

[1] A tal punto que, en la primera quincena de marzo de 2016 , el ministro de la Defensa, mayor general Vladimir Padrino López ordenó la ejecución de un programa de “entrenamiento especial de orden interno Guaicaipuro 2016”, en previsión de posibles conflictos de orden interno (En: www.el-nacional.com. Consultado el 17-04-16.

L.M. Lauriño Torrealba / Investigador

@luislaurino