El premio Nobel de economía Robert Solow planteó hace más de medio siglo la relación entre el incremento de los ingresos y el progreso de la tecnología, dejando a un lado la acumulación de capital como explicación. La innovación y el aprendizaje parecieran tomar entonces, según aquella afirmación, una importancia socioeconómica capital. Por su parte, importantes pensadores de la gerencia moderna -Peter Drucker, Takeuchi y Nonaka, Chris Argirys, entre otros- han venido desarrollando teorías asociadas a aquella idea. “Sociedad del Conocimiento”, “Aprendizaje Organizacional”, son sólo algunos de los constructos derivados de esta línea de pensamiento, en la que los contenidos desplazan el esfuerzo físico como carácter preponderante del trabajo.

El esfuerzo físico, implícito en las principales labores de la industria de los siglos XVIII, XIX, y de buena parte del XX, fue desplazado gradualmente, desde la propia Revolución Industrial, por el conocimiento individual. El diseño, construcción, instalación, empleo y mantenimiento de la nueva tecnología demandaba un conocimiento técnico y una experticia que le daba al trabajador individual una valoración particular, superior a la de sus pares en el incipiente mercado de trabajo.

Sin embargo, aquella gradualidad mantenida durante poco más de dos siglos se rompió abruptamente por los acelerados avances de la tecnología, especialmente a partir del desarrollo y la masificación de Internet, en la década de los 90’, expandiendo exponencialmente las herramientas y posibilidades del aprendizaje, reconfigurando las formas de producción, e incrementando el valor del conocimiento individual y la demanda del “trabajador del conocimiento”. De esta forma, el conocimiento pasó a ser el núcleo de la competencia empresarial (“the core competence of the corporation”, Hamel y Prahalad Dixit), en tanto su mayor valor no radicaba ya en el individuo, sino en el cuerpo social de las organizaciones; y por ende, de la propia sociedad.

El reto de la sociedad moderna y del empresariado pasó a ser la socialización del conocimiento individual, el traslado del conocimiento tácito hacia el conocimiento explícito, es decir, su socialización desde las élites hacia las bases; y en ello, el papel del Estado, como actor fundamental de las relaciones sociales de trabajo, radica en la promoción de una institucionalidad y de unas condiciones que permitan garantizar una educación técnica y profesional del más alto nivel, con base en unas políticas públicas cónsonas con la demanda de los tiempos.

En este orden de ideas, desde la llegada de la autodenominada “revolución bolivariana” (1999), en Venezuela hemos “nadado” a contracorriente. La premisa oficial ha sido masificar la educación, pero a partir de criterios políticos y adoleciendo de criterios de calidad, privilegiando las formas y no el contenido, y dejándo en evidencia su escasa correspondencia con un axioma descuidado de forma exprofesa por los “socialismos” decimonónicos: sólo la educación y el conocimiento son capaces de hacernos verdaderamente libres.

El conocimiento lleva al pensamiento crítico, y éste a su vez funge como antídoto a las fórmulas totalitarias. Por ello, la educación y el conocimiento han sido históricamente los principales enemigos a vencer por los modelos del “socialismo” autocrático. El “pueblo” debe permanecer en la oscuridad para facilitar su control y por ello el Estado de orientación autocrática debe sentar unas bases sólidas para la instauración de su anhelada “sociedad del desconocimiento”. Sin embargo, y a pesar de las aspiraciones de sus líderes, es esa misma lógica la que está haciendo implosionar el “socialismo del siglo XXI”, sin que se entienda desde aquel lado que sólo pudo haberlo sostenido, paradójicamente, el conocimiento.

Luis M. Lauriño Torrealba / Industriólogo

@luislaurino