Mientras salía el sol, Miguel González, su pareja Maryelis Rodríguez y sus cuatro hijos pequeños se bajaron de un autobús de pasajeros después de un viaje de 18 horas hacia el sur desde la comunidad del este de Venezuela que querían dejar desesperadamente.


Los padres, con la mente aún aturdida por el sueño, tomaron dos bolsas de lona y evaluaron las necesidades antes de ingresar a la estación: cambio de pañal para el niño de 1 año. Baño para los niños de 2, 4 y 6 años. Indicaciones para llegar a Brasil.


“¿Taxi? ¿Taxi?”, preguntaban los taxistas a todos los que transitaban por la estación de Santa Elena de Uairén, donde miles de personas cada mes caminan por última vez por territorio venezolano. Una media hora después, la familia González, como docenas de otros cada día, se convirtió en migrante internacional por primera vez cuando bajó del taxi en Pacaraima, Brasil.


Más de 7,2 millones de personas han dejado Venezuela desde que comenzó la crisis política, económica y social del país la década pasada. La mayoría se ha ido a países de habla hispana de Sudamérica -con 2,4 millones tan sólo en Colombia-, y muchos a Estados Unidos y España.


Más abajo en la lista de destinos se encuentra el vecino de al lado de Venezuela: Brasil, donde se habla portugués.


Pero Brasil se ha convertido en una opción popular para muchos venezolanos en parte debido a un programa de cinco años que ofrece a los solicitantes elegibles permisos de trabajo e incluso vuelos gratuitos a partes lejanas del enorme país. Las aprobaciones al programa se han disparado en el periodo posterior a la pandemia.


“Yo le quiero dar bienestar a mis hijos”, dijo González, quien inició sus planes para migrar en octubre después de presenciar enfrentamientos violentos cerca de la mina de oro donde trabajaba.


“No es vida” la que tengo en Venezuela, comentó, porque si la familia se queda allá, los niños “no van a estudiar, no van a tener futuro”. La familia González se postuló para el programa de “internación” de Brasil, lanzado en 2018 para aliviar la presión sobre el estado de Roraima, en el extremo norte del país, cuando se ocupaba de los venezolanos que cruzaban la frontera después que se agudizó la escasez de alimentos y medicamentos en el país.


El programa traslada a los migrantes a otras ciudades con mejores oportunidades económicas, especialmente en los estados ricos del sur del país. Ha acogido a unos 100.000 de los 426.000 venezolanos que han migrado a Brasil durante la crisis, y la tasa mensual más alta hasta ahora la registró en marzo de este año: con 3.377.


La familia González vendió su refrigerador, ventilador, cocina, cama y otros muebles, metió ropa y pañales en bolsas de lona y mochilas, y comenzó su viaje desde su comunidad de San Félix con 500 dólares. Gastaron 90 dólares para llegar a Santa Elena de Uairén y 20 dólares para llegar a Pacaraima, donde presentaron su solicitud para el programa.


Decidieron migrar a pesar de que González tenía uno de los trabajos más lucrativos de Venezuela y ganaba alrededor de 600 dólares quincenales, y, ocasionalmente, hasta 1.200 dólares, mucho más que el salario mínimo del país, equivalente a unos 5 dólares mensuales. Pero las comunidades mineras son peligrosas debido a los grupos armados que se cree que actúan en colusión con las autoridades.


“Hay mucha delincuencia. Tú estás y no estás. ¿Me entiende?”, dijo González.


Quienes son aceptados en el programa de internación reciben documentación, alojamiento temporal, vacunas y vuelos de reubicación. También ofrece capacitación sobre el mercado laboral, las leyes y los derechos de Brasil.


El salario mínimo mensual de Brasil es de 265 dólares actualmente. Un sondeo a 800 hogares de 3.529 venezolanos que viven en Brasil realizado en junio y julio del año pasado mostró que el 76% de ellos ganaba hasta dos salarios mínimos.


Los solicitantes deben presentar documentación y someterse a un examen físico y a entrevistas.


Venezuela fue alguna vez uno de los países más prósperos de Latinoamérica gracias a los miles de millones de dólares del petróleo, pero la mala gestión de su gobierno autodenominado socialista y una caída en los precios del crudo lo sumieron en una crisis durante la última década.


En otras partes del hemisferio, los venezolanos realizan su segunda o incluso tercera migración a medida que se agotan las oportunidades económicas en los países anfitriones iniciales. La mayoría de quienes cruzan la frontera hacia Brasil migran por primera vez, dijo el reverendo Agnaldo Pereira de Oliveira, director del Servicio Jesuita para Migrantes y Refugiados, en Brasil.


“Es gente que se aguantó hasta ahora y ya no (pudo) más”, agregó Pereira de Oliveira. “Ahora vienen los últimos que resistieron en Venezuela por apego a su negocio, a su casa. ‘Yo aquí tengo trabajo, pero las condiciones de vida aquí no se dan’”.


El programa de internación de Brasil tomó forma después de un periodo de tensiones a mediados y finales de la década de 2010, cuando los venezolanos que llegaban saturaron los servicios públicos en Roraima, que incluye tanto a Pacaraima como a Boa Vista. En cierto punto, un hombre prendió fuego a dos residencias donde vivían venezolanos e hirió a cinco personas.


Los estados del sur de Brasil como Paraná no están exentos de desafíos para los venezolanos. Allí deben enfrentar un clima mucho más frío del que están acostumbrados, y su falta de fluidez en el idioma portugués a veces puede ser una barrera para los trabajos formales, lo que significa que algunos de ellos se convierten en vendedores ambulantes o conductores de Uber.


En Boa Vista, los refugios han estado disponibles desde hace mucho tiempo, pero muchos adultos y niños duermen en las aceras o afuera de una estación de autobuses. Algunos encuentran los refugios abarrotados y demasiado calientes. Otros no se sienten seguros o no les gusta el despertar temprano obligatorio.


En la orilla occidental del río Branco, junto a Boa Vista, los miembros de la familia Figuera cocinan, lavan ropa, chapotean en el agua o descansan bajo la sombra de los árboles. Su cabello está salpicado de arena.


Kisberlín Figuera, de 11 años, su padre, su madrastra y su hermana pequeña están en su segundo intento para mudarse legalmente a Paraná. Desistieron de su primer intento para que la bebé naciera cerca de su familia extendida en Carúpano, Venezuela.


Kisberlín ha aprendido algo de portugués y se ha hecho amiga de otras niñas migrantes. Bromean y juegan a pillarse o a las cartas cerca de donde duermen afuera de la estación de autobuses. Dijo que extraña a su familia, pero que el acceso al agua en Boa Vista —en baños públicos cerca de la playa— es mejor que el que tenía en casa.


Sentada junto al río, imaginó a Paraná con “demasiados parques, mucha comida, mucho dinero, mucha agua para bañarme, para beber”.


Actualidad Laboral / Con información de AP