La opacidad que ha permeado todos los niveles de la administración pública, en la mayoría de los casos impide saber con certeza cuál es el grado de incapacidad e impericia con el que opera el Gobierno. ¿Cuál será la verdadera inflación, escasez, nivel de desempleo y contracción causados por una política económica errada y disfuncional? No existen datos confiables porque, inexplicablemente, el Banco Central de Venezuela lleva años sin reportar lo que sucede en la economía.
¿En qué condición se encuentran los pozos, poliductos y refinerías que componen nuestra principal industria? ¿Cuál es el verdadero nivel de producción petrolera? Sospechamos que nadie y mucho menos el Presidente y sus ministros, lo saben a ciencia cierta.
Lo mismo se puede decir sobre la manera como se recaudan los impuestos, se ejecutan los presupuestos públicos, operan las centrales eléctricas, los hospitales y un largo etcétera de incertidumbre del que sólo estamos al tanto los ciudadanos en el momento que nos afecta individualmente. Es decir, cuando somos víctimas de un súbito apagón, caemos en un hueco con el carro, nos asaltan o, Dios no lo quiera, tenemos que ser atendidos en un centro público de salud.
Desde luego, es por eso por lo que aquello que vivimos los venezolanos a mediados de diciembre del 2016 en tiempo real, también se convirtió en la oportunidad de observar, sufrir en carne propia y, al unísono, la incompetencia e improvisación con las que se gobierna. Porque no dudamos que, al día de hoy, nadie ha olvidado lo que significó haber sido sometido al errático e interminable proceso de sustitución de lo que los técnicos eufemísticamente llaman “el cono monetario”.
Tal fue -y sigue siendo- el grado de desaciertos inocultables a los ojos de los ciudadanos, que uno queda con la triste impresión de que si se le hubiera encomendado a un grupo de estudiantes de secundaria, cuya única experiencia de organización previa hubiera sido su conjunto de gaitas navideñas, lo hubieran hecho muchísimo mejor.
Se pregunta uno: ¿a quién se lo ocurrió que a partir del 11 de diciembre, se podía retirar en 72 horas el 75% de los billetes circulantes de mayor denominación en la economía? Peor aún: ¿de quién fue la idea de que, una vez que se hubiera sumido en el caos al país entero con disturbios, saqueos y hasta varios muertos, se hubiera anunciado una exigua y claramente insuficiente prórroga hasta el 2 de enero, y sin que alguien hubiera asumido gallardamente la responsabilidad por la debacle?
De igual manera, ¿cómo es que no se ejercitó el sentido común cuando al darse cuenta en ese lapso de dos semanas de que o bien no habían pedido o pagado los nuevos billetes y tal vez el flete para traerlos, y que no hubiera habido nadie capaz en el gobierno de hacer los cálculos del tiempo que debía durar una nueva prórroga? ¿Quién decidió que fuera únicamente hasta el 20 de enero?. ¿A qué burócrata le deben la economía y la ciudadanía ese otro exabrupto de la extensión del plazo por cuarta vez hasta el 20 de febrero? ¿Es que no se han percatado de que este último plazo es también manifiestamente ilusorio, si se toma en cuenta que, faltando sólo un mes, todavía es ínfima la cantidad de nuevos billetes que han llegado, al parecer, y que ya los banqueros hablan de que puede demorar hasta tres meses calibrar la totalidad de los cajeros?.¿Qué respuesta tienen ahora ante el hecho de que el comercio no puede trabajar con los nuevos billetes de alta denominación, ante la escasez de dinero menudo para emitir “vueltos”?
Da la impresión de que el Gobierno está tan desvinculado de los problemas de la gente común y de las realidades de la economía, que no ha comprendido aún la importancia que tiene el dinero en efectivo para los más humildes, es decir, para quienes no están bancarizados.
Lo increíble ahora es que, como componente adicional de esa cadena de desaciertos, emprende una nueva iniciativa: la apertura de unas casas de cambio en la frontera para, aparentemente, vender pesos colombianos. Pero son tantas las restricciones y permisología, además de que la negociación debe producirse a una tasa de cambio arbitrariamente establecida, que, seguramente, no le hará mella a un cambio libre o paralelo que, de nuevo, ya se encuentra acercándose a los Bs 4.000 por dólar.
Lamentablemente, nada de esto desaparecerá mientras el Gobierno no emprenda una reforma monetaria con unificación y liberación del tipo de cambio. Esta es la única solución sostenible y viable, pero que, por lo visto, parece estar muy alejada del ADN de los llamados jerarcas de la economía gubernamental. A ellos, les basta con depender de su impericia y de su evidente capacidad para producir entuertos de políticas públicas tan trágicas -pero siempre evitables- como el caos decembrino del cono (monetario).
Aurelio F. Concheso / Ingeniero
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@aconcheso