La historia del hombre ha estado signada por un afán de progreso espiritual e intelectual que orgánica e inexorablemente se correlaciona también con el progreso material. La capacidad de aprender, inventar, controlar y mejorar gradualmente el entorno son particularidades que nos distinguen. En otras palabras, el Homo Sapiens es un animal que más que anhelar o pretender, necesita progresar individual y colectivamente.

La necesidad de progreso condujo a una de las más importantes revoluciones de la humanidad, la Revolución Industrial del siglo XVIII. En este orden de ideas, desde el surgimiento del obrero industrial hasta el trabajador post-industrial, los actores fundamentales de la producción han evolucionado ideológicamente. En particular, el trabajador comprobó fácticamente, y como máximo agraviado, la tragedia de los “ensayos” fracasados de "revoluciones” que, abrogándose la representación obrera, y en nombre de una violenta “lucha de clases”, pretendidamente progresista, asaltaron el poder para beneficio exclusivo de una nueva élite política y social.

El resultado más elemental, y por ello el de mayor gravedad, fue la dominación irrestricta y humillante, ya no de una clase social sobre otra, sino de un Estado hegemónico sobre ambas clases, “burguesía” y “proletariado”, anulándo con ello toda posibilidad de progreso. En este sentido, el carácter nominal de la “dictadura del proletariado” no sólo no había sido superado en la práctica, sino que se constituyó en una negación de la movilidad social ascendente y del cosecuente progreso individual y colectivo de aquellas sociedades, debido a los riesgos implícitos en relación con la pérdida del poder por las nuevas élites dirigentes.

Hoy observamos como los sectores más retrógrados y desinformados de nuestra sociedad han pretendido ensayar más o menos la misma fórmula de aquellas “revoluciones” fracasadas, sin percatarse de que el trabajador, por más humilde que sea su condición, ha entendido, no por efectos discursivos o librescos, sino tristemente vivenciales, que la ganancia de la empresa no está directamente relacionada con el trabajo productivo sino con el mercado. En este sentido, entiende aquél que cualquier amenaza al mercado es a su vez una amenaza a sus posibilidades de progreso y al de su familia. Es decir, el enemigo ha dejado de ser el empresario privado, para ser todo aquello que amenaza un mercado justa y razonablemente regulado. El trabajador ve en un mercado así caracterizado el valor del ascenso social, sin que ello signifique el declinar de sus derechos y entendiendo, en consecuencia, que su articulación equlibrada con el capital es una clave del progreso material.

Basta echar una mirada general a las demandas de los trabajadores para percatarse de que el meollo de la conflictividad laboral venezolana de los últimos años tiene que ver con un factor común; esto es, la persistente necesidad de progreso. Y es en este punto en el que se diluye o pierde sentido para el trabajador la “lucha de clases”, al reconocerse él mismo en sus aspiraciones y anhelos en ese estamento de la estratificación social anatematizado por los “revolucionarios”: la clase media. El obrero quiere elevar su nivel de vida, vivir con relativas comodidades, enviar a sus hijos a las universidades, gozar de oportunidades de ascenso, progresar. Por ello entiende que es necesario el consenso y no el conflicto, como base instrumental para el incremento de la producción -tanto pública como privada- y la dilatación de sus mercados.

Sin embargo, la ceguera política, consecuencia del fanatismo programado, ha impedido ver aunque sea indicios de tan evidente realidad. De esta forma, la “revolución” ataviada con la máscara de un manido “socialismo” y reducida en la práctica al vulgar mantenimiento del poder, principalmente militar y militarista, seguirá insistiendo, necesariamente, en la misma fórmula fracasada; sin percatarse de que el carácter orgánico de las necesidades de progreso se constituyen en una amenaza al statu quo, pues comportan la fuerza y la legitimidad que no tiene, ni podrá tenerla, ninguna infantil, ni antihistórica “orden militar” con las que han pretendido transformar la realidad.

Luis Lauriño / Investigador

@luislaurino