En el año 1965, Gordon Moore señaló que el número de transistores que contendría un microprocesador se duplicaría cada año. Conocida como la Ley de Moore y reformulada años más tarde para indicar que el período sería de aproximadamente dos años, durante más de cinco décadas se constituyó en una especie de profecía autocumplida, que marcó el avance de la industria electrónica y se tradujo en la creación del microprocesador y otros circuitos integrados.
Para tener una idea de lo que esto significó, un microprocesador fabricado en 1971 contenía un número de transistores equivalentes a la audiencia de un concierto en el Teatro Teresa Carreño de Caracas o el Carnegie Hall de Nueva York, mientras que otro elaborado en 2011 estaba constituido por una cantidad comparable a la actual población de China.
Ese ritmo de crecimiento estuvo además acompañado con una disminución de costos que hizo posible que los ciudadanos de a pie pudiéramos tener a nuestro alcance computadoras personales, internet y teléfonos móviles, así como dispositivos controlados electrónicamente que van desde juguetes hasta hornos y cafeteras.
El avance tecnológico experimentado en los últimos sesenta años, que estuvo centrado en ese enorme ritmo de crecimiento, se ve ahora amenazado porque la tecnología ha encontrado importantes barreras físicas y económicas.
La miniaturización alcanzada hoy se traduce en elaborar circuitos con un tamaño cercano al que resulta de tomar un cabello humano y dividir su grosor en 10 mil partes. La tecnología para trabajar a esta escala hace que las plantas de fabricación de circuitos integrados que valían unos pocos millones de dólares, ahora cuesten una decena de millardos de la misma moneda.
A las limitaciones de escala se suman otras que están completamente en el campo de la física. La primera se refiere a un fenómeno conocido como Escalamiento Dennard, que restringe la rapidez con la que pueden funcionar los microprocesadores, por lo que ya desde 2005 funcionan básicamente con la misma velocidad tope. En segundo lugar, se encuentra el denominado efecto túnel que hace que a dimensiones tan pequeñas se generen pérdidas que hacen que los circuitos integrados sean menos eficientes.
Esta situación ha llevado a empresas como Intel, líder de la industria y fundada por Moore, a retrasar más de tres años el lanzamiento de sus nuevos procesadores y otro importante jugador como GlobalFoundries ha indicado recientemente que no avanzará en el desarrollo de sus proyectos más vanguardistas.
Por otro lado, tenemos una sociedad en la cual se requiere cada día mayor poder computacional para continuar desarrollando sistemas basados en el análisis e interpretación del genoma humano, atender la creciente red de blockchain y otras tecnologías de registros distribuidos, así como soportar todo lo que tiene que ver con la creciente necesidad de analizar una cantidad cada vez mayor de datos en diferentes industrias y negocios.
Lo que esta situación implica es que el camino de la innovación en la industria de la tecnología electrónica tendrá que tomar nuevos rumbos, muchos de los cuales ya han sido esbozados desde hace algún tiempo. Entre las opciones aparecen el diseño de nuevas arquitecturas de los microprocesadores devenidos ahora en nanoprocesadores, computación cuántica, computación orgánica con su caso específico basado en la utilización del ADN, diseño de procesadores especializados con la capacidad para resolver de forma acelerada algoritmos críticos, inclusive el desarrollo definitivo de un nuevo elemento de los circuitos eléctricos denominado Memristor, que podría incorporar nuevos tipos de memoria en los sistemas electrónicos.
Al mismo tiempo que deberá continuar el almacenamiento en nubes informáticas cuyas dimensiones se miden en múltiplos del área de campos de fútbol, se hace necesario acelerar el desarrollo de tecnologías como la próxima generación de redes celulares 5G, que habilitarán accesos más rápidos a esas nubes.
Como suele ocurrir en lo que se refiere a la innovación, las malas noticias suelen ser buenas. En este caso, lo que ha dado en llamarse la muerte de la Ley de Moore plantea una de esas situaciones críticas que obligan al desarrollo de nuevas opciones, desempolvar teorías que en su momento no era factible hacer realidad, arriesgarse a probar nuevos modelos y llevar las barreras del conocimiento y la creatividad más allá de los límites que en un momento dado pudieran haberse impuesto.
En resumen, grandes exigencias y necesidades del lado de la sociedad y enormes retos tecnológicos y económicos del lado de la industria: Todo preparado para que el ingenio humano sea el protagonista.
Miguel León / Emprendedor
Actualidad Laboral