Exdirector de la oficina de la OIT en España entre el 2011 y el 2021 y miembro del Consejo de Desarrollo Sostenible para la Agenda 2030 en España, Joaquín Nieto Sainz (Mendavia, Navarra, 1956) es considerado como una de las voces más autorizadas de ese país en materia de temas relacionados con el trabajo. En esta entrevista aborda no solo las perspectivas y retos del nuevo mundo laboral que ya irrumpe con fuerza, sino los elementos que deberíamos considerar para redactar el contrato social que exige una nueva realidad en la que confluyen la revolución digital y la transición energética, entre otros factores.


En un entorno de creciente automatización y robotización, ¿tiene futuro el trabajo?


Esa idea de que el trabajo va a desaparecer, o puede desaparecer, se fundamenta solo en la ignorancia o en una posición ideológica desde la que se pretende restar importancia al trabajo. En cada revolución tecnológica no solo no han desaparecido empleos, sino que han aumentado. Hoy trabajan en el mundo 3.000 millones de personas, más que nunca en la historia, y estoy seguro de que en 10 o 20 años serán muchas más. El empleo no va a reducirse con esta revolución tecnológica que estamos viviendo, sino que se va a incrementar, y no solo en determinados trabajos de servicios, sino también en trabajos industriales.


¿Qué nos espera?


El mundo del trabajo se está transformando. Las formas de producir y, por tanto, las maneras de trabajar y de consumir están cambiando. Y eso tiene repercusiones directas en la organización del trabajo. La cuestión es que estos cambios pueden ir a mejor o a peor. Personalmente, creo que el mundo tiene muchas posibilidades de ir a mejor porque la situación de partida no es muy buena.


En la actualidad, la mitad de los trabajadores en el mundo no tiene protección social y en algunos continentes, el 60 por ciento del trabajo es informal: sin contrato ni derecho alguno. Además, el trabajo es absolutamente discriminatorio para las mujeres y dos millones de personas mueren cada año en el mundo por las malas condiciones laborales. Bienvenidas las transformaciones porque nos permitirán mejorar las condiciones de trabajo.


La pandemia puso en evidencia que son necesarios ajustes en la organización del trabajo y, concretamente, en lo que afecta a la jornada laboral y el teletrabajo.


El trabajo a distancia y la duración de la jornada son cuestiones que estaban en el centro del debate desde siempre. El teletrabajo no es más que trabajo a distancia gracias al uso de la tecnología. Con el confinamiento hemos descubierto que no solo es posible, sino que aporta ventajas tanto para las empresas como para los trabajadores: mejora la productividad y reduce los desplazamientos, con lo que además ayuda a la sostenibilidad del planeta. También ha puesto en evidencia que existen necesidades de adaptación porque el domicilio no es un lugar pensado ergonómicamente, o porque los horarios, si no hay derecho a la desconexión, pueden conducir a situaciones no deseables de carga excesiva de trabajo y a desequilibrios en salud mental.


Se habla de modelos híbridos, de reducción de jornada, de desconexión… Pero aún no se ha definido un modelo. ¿Por qué estamos tan confusos?


La comunidad laboral es muy importante para la estabilidad de las personas. Una de las virtudes del trabajo, además de reportar un salario y un reconocimiento, es que permite una relación social. Con el confinamiento se perdió esa relación social. Para resolver estas situaciones, se negocian leyes con normas que regulan desde la ergonomía del lugar de trabajo y de quién es la responsabilidad de los instrumentos de trabajo y de su mantenimiento, hasta la organización de los horarios a distancia y presenciales, considerando la productividad y los derechos de los trabajadores.


En España se ha dado un ejemplo de cómo las cosas pueden funcionar con una adecuada regulación negociada, siempre mejorable con las adaptaciones que haya que ir haciendo. Todo depende de las decisiones que se adopten y esas decisiones no son tecnológicas: son de relaciones laborales y de derechos.


¿Por qué este temor a la digitalización y a la introducción de la tecnología?


La digitalización y las tecnologías no tienen por qué suponer un empeoramiento de las condiciones de trabajo. En muchas ocasiones, pueden derivar en una mejora porque pueden permitir que se sustituyan trabajos de riesgo por otros de menor riesgo. También lo son las transformaciones que se están dando por razones climáticas, porque la sustitución de las formas tradicionales y muy contaminantes de generar energía por otras más sostenibles va a representar una mejora sustancial desde el punto de vista de la salud pública y las condiciones de trabajo. Bienvenida la desaparición de trabajos tan penosos como el que se realiza en minas o en pozos petroleros, que son mucho peores que trabajos asociados a la generación de energía eólica, solar u otras formas de obtención de energías renovables que, por cierto, requieren empleos muy cualificados.


No es el caso de lo que puede estar ocurriendo en la llamada gig economy...


Efectivamente, las nuevas tecnologías pueden llevar a un empeoramiento de las condiciones de trabajo si lo que cambian son las condiciones laborales. Si a una persona que está trabajando en mensajería, a partir de la incorporación de nuevas tecnologías dejan de reconocerle su condición de trabajador y sus derechos –a salud, a seguridad en el trabajo, etc.–, claro que van a empeorar sus condiciones. Pero no se trata de la tecnología, sino de derechos laborales, y en esto España ha sido pionera con la aprobación de una ley que reconoce como trabajo asalariado por cuenta ajena el que realizan los riders (domiciliarios a través de apps), con sus correspondientes derechos.


Uno de los grandes desequilibrios actuales es la situación de la mujer en el mundo laboral…


Así es. La otra gran revolución que estamos viviendo tiene que ver con los derechos de las mujeres, que han irrumpido diciendo ‘basta: basta de desigualdad y de discriminación. Queremos tener los mismos derechos’. Aspiraciones que han venido para quedarse.


¿Qué diferencia a esta revolución de las anteriores?


Una de las novedades más significativas de esta revolución tecnológica respecto a las anteriores es que no solo se van a sustituir trabajos mecánicos, sino que van a desaparecer o se están sustituyendo trabajos de gestión y de administración. Un claro ejemplo es el sector financiero, que está viendo una transformación impresionante porque buena parte de las tareas que realizaban personas se hacen con algoritmos, con máquinas. Pero insisto, eso no significa que el balance global vaya a ser de sustitución: la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación –la anterior a la revolución digital que estamos conociendo– no redujo la cantidad global de empleos, sino que los aumentó. Pero vayamos a otros factores que están cambiando el trabajo, como la transición energética y ecológica. Nuestras sociedades van al colapso socioambiental si no cambian, con consecuencias terribles para la salud y para la vida de las personas, lo que habrá que evitar, sí o sí, descarbonizando la economía.


Anteriores entrevistados, como Jeremy Rifkin o Stanley Robinson, son optimistas respecto al papel que puede desempeñar la tecnología para un futuro sostenible, pero escépticos en lo que se refiere a un giro social que evite la catástrofe.


Evitar el cambio climático catastrófico significa una transformación enorme. Un cambio climático catastrófico puede destruir la sociedad y la convivencia; las personas van a perder sus hogares y su trabajo si no hacemos lo suficiente para evitar el colapso socioambiental. Evitarlo requiere descarbonizar la economía, el fin del carbón, del gas y del petróleo, que explican la sociedad moderna desde tiempos de la Revolución Industrial. Y esa transición energética implica que van a cambiar la forma de construir edificios, la movilidad, la producción de alimentos… Estamos asistiendo a una transformación radical muy compleja en el mundo del trabajo debida a la revolución digital y a la irrupción de la igualdad de género, pero también a la transición energética y ecológica.


¿Cómo hacemos la transición de un modelo industrial a una sociedad digitalizada y energéticamente sostenible?


Hay que hacer que esta transición sea una transición justa, en la que se aprovechen las oportunidades del cambio para generar más empleos, a la vez que se atiendan y eviten los efectos adversos de esas transformaciones ¿Cómo se hace? Lo primero, garantizando ingresos de las personas que pueden perder el empleo. Si percibes que los cambios te llevan a perder tus ingresos, a quedarte en la calle, entonces el cambio no va a ser posible porque la resistencia será tremenda y justificada. Por eso es importante contar con un sistema de protección social donde no exista o con un sistema de protección plus para los países en los que ya existe, pero es insuficiente.


En segundo lugar está la formación: tanto para poder aprovechar la oportunidad de los nuevos empleos como para acompañar a las personas que perderán el suyo y necesitan otro. Es imprescindible formarlas, una recualificación. Por último, se requieren políticas activas de creación de empleo conectadas con esas transformaciones en los territorios más afectados. En España se ha podido hacer esa reconversión cerrando minas y térmicas de carbón, con acuerdos tripartitos entre gobiernos, empresas y sindicatos, y poniendo en marcha 14 Convenios de Transición Justa en cada uno de los territorios afectados.


Detengámonos en la educación. Sin formación, esa transición justa está abocada al fracaso. Pero transformar lo que hay no es fácil.


Lo que hay que hacer es extender la educación a lo largo de la vida de las personas. Como un derecho. No se trata de dinamitar el actual modelo educativo, pero sí de transformarlo. Es toda una revolución. La educación hoy está pensada de los 3 años a los 16, y de los 16 a los 26. Bueno, pues hay que pensarla de 0 a 3, de 3 a 16, de 16 a 26 y de 26 a 76. Es un cambio esencial en los sistemas educativos, pero significa una ampliación determinante en las capacidades educativas de la sociedad. Y la educación pública estará complementada con una formación práctica que se va a dar también en el seno mismo de las empresas, entre otras instituciones.


¿A quién corresponde el liderazgo para que esa transición justa sea una realidad?


La transición justa, que es un proceso de innovación social, requiere de un diálogo social plus, no solo el diálogo tradicional tripartito de Gobierno, empresas y sindicatos, que es básico, sino también incorporar a otros actores como entidades locales, alcaldías, universidades, centros tecnológicos, asociaciones de vecinos, sociales, jóvenes, mujeres...


¿Por dónde empezamos? 


El 55 por ciento de los trabajadores en el mundo no tienen un sistema de protección social, cero: ni para el desempleo, ni para la jubilación, ni para nada. Lo primero que hay que hacer para que estas transiciones energéticas y digitales sean justas es extender el sistema de protección social en el mundo; poder disponer en todo el mundo de un nivel básico de protección social. Eso se puede hacer con relativa facilidad si hay voluntad política y negociación con las partes. Nos encaminamos hacia un contrato social más garantista porque el que existe hoy es insuficiente.


Si usted tuviera que firmar el contrato social para la realidad digital del siglo XXI. ¿Qué firmaría?


Considerando que el contrato social –escrito o no– es la base de la convivencia en una sociedad en la que las personas aportan a la sociedad su trabajo, su inteligencia y una parte de sus ingresos a cambio de no quedar desamparadas, el nuevo contrato social para nuestro tiempo es aquel que garantiza un trabajo decente, con protección social; en un entorno seguro, saludable y ambientalmente sostenible; sin discriminación de género y que atienda, a la vez, las necesidades productivas y reproductivas, la producción y los cuidados.


Actualidad Laboral / Con información de El Tiempo