Con lo que una vez fue una clasificación de crédito triple A ahora en cesación de pagos, con la producción en picada, con los trabajadores especializados en desbandada, las refinerías entre cierre técnico y un nivel de operación precario, el último decreto dándole poderes omnímodos al general/presidente/ministro para que disponga a su discreción de los activos pareciera ser el último clavo en el ataúd de lo que una vez fue la cuarta petrolera del mundo. Se pregunta uno cómo fue que se llegó a este colapso. Una posibilidad es que haya sucedido por incapacidad o avaricia de quienes fueron los últimos administradores de esa industria. Otra es que alguna autoridad por identificar que tuviera interés en ver a la industria petrolera venezolana de rodillas, haya logrado ejecutar su plan con admirable eficiencia.

No es poca cosa lo que estamos presenciando: un siglo, 104 años desde el Zumaque 1 para ser más preciso, parecen estar esfumándose ante nuestros ojos escasamente en un quinquenio. El país que una vez fue el primer productor petrolero de mundo y durante todo el siglo uno de los más importantes, desaparece de los primeros lugares, con su producción a punto de caer por debajo de la de un país con escasas reservas como Colombia, en un momento en que los precios se recuperan y con reservas probadas entre las más grandes, sino las mayores del mundo.

Lo más probable es que la desidia y la avaricia lleven el mayor peso de responsabilidad en este desenlace. Sin embargo, el hecho que PDVSA, una empresa estatal que debía haber sido de los venezolanos y que terminó siendo sinecura de la cúpula gobernante sea poco menos que irrecuperable, no significa que Venezuela como país no pueda y deba recuperar el rol que le corresponde en el mundo de los hidrocarburos. Después de todo, durante los primeros setenta años de su centuria petrolera, PDVSA como tal no existía, y la participación del el Estado de entonces en la porción de renta de la actividad petrolera era probablemente mayor de lo que ha sido en los 34 años de existencia de PDVSA, sobre todo en esta última dolorosa etapa.

Hay quienes añoran regresar a la época de oro de una PDVSA totalmente estatizada, cuando en sus inicios tenía un servidor público de la talla del General Rafael Alfonso Ravard como su presidente y un mundo político que, al menos al principio se había abstenido de involucrarse en su administración, pero esa es una vana ilusión. No solo por la situación insalvable en que se encuentra, sino porque el mundo ha cambiado. Hoy la tendencia es que las empresas petroleras nacionales, conocidas como NOCs se abran a la inversión privada nacional e internacional. Ejemplo de esa tendencia son algunas Latinoamericanas como Ecopoetrol y Petrobras, pero inclusive, la joya de la corona, la Saudí Aramco que está en proceso de una oferta pública de acciones en la bolsa que la convertirá, por mucho en la empresa de mayor capitalización de mercado del mundo.

En el caso de Venezuela, lo más indicado sería que los socios privados de PDVSA asuman de inmediato el control gerencial y operativo completo de los campos asignados, colocando la participación del estado en un fondo de fideicomiso cuyos ingresos estén asignados al inicio a actividades propias del Estado como la seguridad social. Y en las áreas de producción propia de PDVSA, que se lleve a cabo un proceso de licitación de concesiones a operadores calificados, al igual que con actividades aguas abajo como refinación, y transporte. No menos significativo será abrir a licitación unos 600 campos maduros medianos y pequeños de crudos convencionales a empresas nacionales y extranjeras.

El desplome de PDVSA no tiene porqué ser también el desplome del país. Sus abundantes reservas le dan el derecho a jugar su carta petrolera a futuro, de una manera audaz, dejando a un lado el mantra de “el petróleo es nuestro” que terminó siendo cierto, pero solo para quienes tienen en sus manos los resortes del poder.

Aurelio F. Concheso / Ingeniero

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@aconcheso