Desde hace más de dos meses tengo una idea fija en la cabeza, de esas que se te pegan como chicle hasta que finalmente logras escribirla. Esta idea nació como un chiste, pero luego de que la reflexioné entendí lo que, a mi parecer, resulta ser la raíz de todos nuestros males como país.
Como recordarán (o vivirán a diario) el Gobierno nacional viene delineando una tesis denominada “la guerra económica”. De acuerdo con Luis Britto García, la guerra económica es un instrumento de la guerra política para alterar el funcionamiento de la economía hasta destruirla y: 1) hacer ingobernable el país, 2) desestabilizar la vida política y social por la vía de negarle el alimento, los bienes y servicios básicos a la población y 3) producir en última instancia un cambio del régimen político.
La verdad nunca ha sido idea de esta columna entrar en política; me he permitido ese lujo solo cuando el trabajo como hecho social amerita una consideración de esa índole. Hoy tampoco entraré en política, solo reflexionaré sobre dos puntos del concepto para tratar de evitar el tema político. Cuesta hablar de guerra económica sin hablar de política, pues según la primera es un instrumento de la segunda. No obstante, la vida social ya está desestabilizada desde hace bastante por la carencia de servicios públicos básicos que solo atañen al Estado y esto ni es parte de la guerra económica ni es una consideración política, es simple clamor ciudadano.
Quienes usan transporte público para llegar al trabajo pueden explicar si su vida no es inestable por colgar como monos en un autobús o por tener que entrarse a puños para abordar un vagón de metro. Quienes estamos obligados a transitar por vías públicas, damos cuenta de estar desestabilizados por la inseguridad, a pesar de la densa presencia de efectivos policiales y guardias para que nos ultrajen en sus narices.
Cualquier empresa de alimentos dirá sin chistar que los controles sobre su actividad económica son sencillamente excesivos y que aún habiendo penas de prisión por especulación, acaparamiento, boicot y diversos delitos económicos, no hay motivos para llevarlos a la cárcel. El maíz para las arepas, tanto importado como local, supuestamente va a unos silos dominados por controles gubernamentales y aún así escasea la harina de maíz.
No es cuento que la cadena de producción, toda, todita, toda, está altamente regulada por el Estado. Al decidir sobre las divisas, decide cuál y cuánta materia prima compras. Al controlar los puertos, decide cuál y cuánta materia prima ingresa. Al controlar y supuestamente reservarse para su red de distribución pública una cuota de alimentos, controla cuánto y cuál producto llega a los anaqueles y al controlar los precios tiene precisado cuánto se vende y cuánto se compra, aunque indirectamente. Lo único que ya no controla el Estado es a los trabajadores.
Pese a tantos controles, cualquier buhonero dirá, sin chistar, que le importa un bledo los delitos económicos y que se ríe de ellos; que él no tramita SICAD II pero cotiza a dólar paralelo. El “inescrupuloso” que vende aceite, harina, leche y lavaplatos por Facebook; el que vende repuestos de autos por internet y el que revende cualquier cosa en plena calle, se burla de todos estos controles y delitos. El “bachaquero” que saca productos en la frontera, por algún organismo de fiscalización estaba obligado a pasar y aún así, se lleva lo que es del pueblo y nada pasa.
La fulana idea que nació como un chiste es que en lugar de guerra económica, vivimos realmente una “guerra ergonómica”. Ello implica que por causa de esta “guerra” asistimos todos los días a un evento de ergonomía cognitiva, pues adaptamos nuestros procesos mentales a un esquema de vida que es surreal; de ergonomía física, pues estamos adaptándonos físicamente y de manera constante a cada nueva peripecia del sistema y de ergonomía organizacional, pues la empresa y el trabajo se han puesto de acuerdo para optimizar los sistemas psicotécnicos y vivir el día a día sin dejar de producir.
Cuando todo esto sea en provecho colectivo, habremos resistido esta guerra y seremos un caso de estudio. Como toda guerra es económica, según dicen, pues busca destruir y confiscar los medios de producción del adversario, ya estamos claros cuáles medios se han confiscado y destruido y estamos claros que uno de los adversarios es justamente la empresa. Este bombardeo obliga a los indefensos (trabajadores) a dejar la producción para cuidar “heridos”.
Sea lo que sea que venga y lo que nos obliguen a hacer, el venezolano llámese particular o empresa, tiene la capacidad inenarrable de acomodarse a las circunstancias y sacarle el mejor de los provechos. Nótese que frente a las colas que genera la escasez, cualquiera que sea la causa de esta cola, favorece el empleo porque muchas personas que no necesitan el producto simplemente hacen la cola porque pueden (no tienen empleo formal) y crean un mercado informal del producto escaso. Esperamos que esta fuente de empleo no esté siendo considerada en los indicadores de empleo nacional.
Esta guerra “ergonómica” puede sacar lo mejor de nosotros, pero está sacando lo peor. No basta con acomodarse, porque el objetivo de esta guerra no es acabar con los soldados, sino con la fuente de abastecimiento. Soldado sin suministros es incapaz de luchar.
Por: Ángel Mendoza /Abogado
Twitter: @angelmendozaqui