Decía el filósofo español José Ortega y Gasset que cada 15 años hay una nueva generación en el escenario de un país. De ser así en Venezuela ya van dos generaciones en los 34 años que median entre el Viernes Negro, 18 de febrero de 1983 y el día de hoy, que lo único que han conocido es una permanente crisis, que con algunos altibajos, solo parece profundizarse con el paso de los años.
El Viernes Negro, día en que la moneda venezolana perdió la convertibilidad de la que había gozado en los primeros 80 años del Siglo 20, representa un quiebre histórico entre un país en el que las sucesivas generaciones podían decir que estaban mejor que sus progenitores, a una en la que la crisis y el deterioro progresivo de todas las medidas por las que un país se considera avanzando en la ruta del desarrollo humano, forma parte de su cotidianidad.
Venezuela comenzó el siglo 20 con una tasa de cambio con el dólar de Bs 5.00 y luego de 83 años, dos guerras mundiales, una guerra fría e innumerables conmociones internas en el camino hacia una sociedad democrática, para 1983 la tasa de cambio era de Bs 4.30 por $. Hoy entre las múltiples tasas controladas, al valor de la única que es libre, se necesitan CUATRO MILLONES DOSCIENTOS MIL de esos bolívares para adquirir un solo dólar.
¿Cómo pudo suceder semejante colapso? Como las avalanchas y los deslaves, el camino hacia el colapso monetario que sume a un país en una crisis interminable, empieza de a poco y va adquiriendo impulso. Sobre todo cuando el ensayo y error de los dirigentes está orientado a decirle a la población lo que quiere oír y no lo que debe saber de cómo resolver el problema.
El Viernes Negro comienza la era del sistema de control de cambios con tasas múltiples, que ha existido en 22 de los últimos 34 años, el 65% del tiempo. En los años restantes, la relativa libertad cambiaria siempre ha estado signada por la tentación de los gobiernos de incorporar al gasto fiscal el producto de las devaluaciones y las efímeras utilidades cambarias que convertir las regalías petroleras a tasa más devaluadas produce, retroalimentando así el impuesto inflacionario a la población.
Pero como el adicto, que necesita cantidades cada vez mayores de estupefacientes para calmar su adicción, llega, o mejor dicho llegó, el momento en el que no bastaba con utilidades cambiarias ficticias. En los últimos años se ha pasado a la impresión directa de moneda, sin molestarse en contar con el mejor atisbo de respaldo de reservas internacionales para ella. El ciclo es ahora sencillo, pero demoledor: se aumentan los salarios mínimos y públicos, se enciende la imprenta de bolívares para pagarlos, a los 60 días no alcanza porque los precios han subido más que los salarios, estos se vuelven a aumentar, y se vuelve a imprimir, lo que ha ocasionado un aumento exponencial de la masa monetaria. Estos son los prolegómenos que por fin nos han traído a las puertas de la hiperinflación a 34 años del Viernes Negro.
Ante esta realidad, resulta curioso ver como economistas respetados, ahora les ha dado por debatir si ya estamos o no en hiperinflación. Según dicen, porque la misma aún no ha llegado a 50% mensual. Es como debatir si estamos fritos, o todavía nos estamos friendo. Lo cierto es que la hiperinflación es un evento macro económico que resulta de una devaluación profunda de la moneda y que hace que los ciudadanos pierdan confianza en ella.
Es posible que los economistas no lo sepan pero la población, que lo sufre si sabe que ya estamos en esa situación. Y quizás ahí esté la ventana de oportunidad para tomar las medidas adecuadas para frenar en seco esta crisis monetaria que empezó hace 34 años, para que los descendientes de los hijos y nietos de la crisis que aún quedan en el país puedan recuperar la estabilidad monetaria que el Viernes Negro y sus secuelas le robó a dos generaciones de venezolanos.
Aurelio F. Concheso / Ingeniero
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@aconcheso