21-08-2017
El Gobierno británico semeja haber comprendido el inasumible coste de la incertidumbre que permitió florecer en torno a la salida de la Unión Europea. El regreso al trabajo de Theresa May ha evidenciado el cambio apuntado desde que su gabinete lograse un relativo sentido de unidad en torno a la necesidad de aceptar que, una vez completado el divorcio, será necesario un tiempo de transición.
Como prueba, ha logrado especificar planes en materias clave como la relación con la unión de aduanas, con Irlanda, o los arreglos en torno a potenciales visados para los ciudadanos comunitarios, si bien la recepción a sus propuestas ha sido menos halagüeña de lo que hubiese deseado.
Aunque Bruselas celebró la concreción de las aspiraciones británicas, su difusión generó nuevos interrogantes relacionados con las posibilidades de materializarlas en la práctica. El espíritu de sus intenciones, que plantean la no instauración de fronteras para aduanas, demanda un grado de confianza sin precedentes y, ante lo que se anticipa como un divorcio complicado, resulta impredecible estimar qué margen de maniobra estará dispuesto un bloque determinado a dar una lección a quien decidió salir. De ahí que la intervención que la primera ministra tiene prevista en septiembre para ampliar más detalles sea tan esperada en casa, como al sur del Canal, a pesar de que los documentos publicados la semana pasada supongan ya un giro estratégico que, aunque obvio, constituía una obligación.
El precio de las inconcreciones alimentadas por la división del Ejecutivo se deja notar ya en la economía, expuesta letalmente a las constricciones de una inversión empresarial alérgica a las vacilaciones. Si hay un referente que evidencia esta hipersensibilidad es la City, que es consciente de que no puede aguardar al fin de las negociaciones para determinar si su continuidad en Reino Unido es factible en el nuevo escenario. Su inquietud, con todo, es contagiosa, como demuestra la reticencia del sector privado a invertir y su fobia a asumir compromisos a largo plazo.
Efectos de la incertidumbre
Como consecuencia, los sectores que Londres debería promover para resolver su endémico desequilibrio productivo están afectados por el fenómeno Brexit. La industria, o la construcción, revelan cada mes un deterioro que cuestiona la inicial resiliencia con la que la economía británica parecía haber recibido el resultado del plebiscito del 23 de junio. Como evidencia, la caída de la libra desde entonces, un fenómeno que teóricamente debería beneficiar a la balanza comercial británica, no constituyó el revulsivo anticipado inicialmente.
La debilidad de las factorías se ha manifestado en las ventas al exterior, que según los datos más recientes de la Oficina Nacional de Estadística, cayeron un 2,8 por ciento, frente a la subida del 1,6 por ciento de las importaciones. La evolución es sorprendente, puesto que las circunstancias, a priori, son favorables para que Reino Unido aproveche la debilidad de su moneda para maximizar la mejora del crecimiento global y especialmente de su socio comercial de referencia, la Eurozona. Este fenómeno, combinado con costes de préstamo bajos, debería incentivar una inversión robusta, pero el peso de la incertidumbre ha demostrado ser más fuerte. Aunque los negocios se han beneficiado del clima, los frutos no se han acercado a lo que, en circunstancias normales, cabría esperar.
De esta forma, si algo ha probado el proceso del Brexit hasta ahora es que, más que una ayuda, constituye una barrera para la aspiración de transformar un modelo anclado en el consumo en un sistema que estimule la inversión y el intercambio comercial. Las dudas sobre el encaje futuro en el mayor bloque del mundo y la naturaleza misma de la transición hacia esa nueva sociedad pesan demasiado sobre un país en el que todo está pendiente a cómo se resolverá el fin del matrimonio de conveniencia establecido con el continente en 1973. El propio Banco de Inglaterra (BoE, en sus siglas en inglés) ha reconocido ya abiertamente que la palpable indeterminación que ha reinado desde junio del pasado año tendrá efectos a largo plazo.
Para empezar, considera que en 2020, cuando la salida tendría que constituir ya una realidad, el grado de inversión en la economía será 20 puntos inferior a lo que había estimado antes del plebiscito, un saldo decepcionante que hará un flaco favor a la batalla por recuperar la frustrante productividad británica.
De ahí que el Gobierno esté obligado a resolver las discrepancias internas para evitar que los efectos secundarios de un desafío ya descomunal se conviertan en dolencias insuperables una vez iniciada la travesía en solitario. Los signos mejoraron y hasta ahora, ha logrado que incluso los eurófobos recalcitrantes admitan la tesis d el ministro del Tesoro a favor de una transición que suavice la metamorfosis de segundo miembro más poderoso de la UE, a estado independiente.
Actualidad Laboral / Con información de El Economista