Los hábitos pueden tardar en formarse. Ahora bien, una vez que creados, arraigan profundamente. Cuando los trabajadores tuvieron que quedarse en casa durante el primer confinamiento de marzo de 2020, es posible que creyeran que todo duraría más o menos un mes. De haber sido así, se habría vuelto pronto a las viejas rutinas. Han pasado ya diez meses desde que muchos empleados hicieron su último trayecto habitual a la oficina. Han arraigado ya nuevas rutinas, y serán mucho más difíciles de cambiar. Algunos de esos nuevos hábitos son malos, y pueden provenir tanto de los directivos como de los trabajadores.
Asana, un fabricante de software de oficina, encargó en ocho países una encuesta a más de 13.000 trabajadores del conocimiento (definidos como aquellos que trabajan principalmente ante una computadora). El estudio reveló que, en 2020, los empleados trabajaron de media 455 horas más de las establecidas en su contrato, es decir, unas dos horas diarias adicionales. Esa cantidad casi duplica las realizadas en 2019. Y es posible que gran parte de ese exceso fuera innecesario; los trabajadores se quejaron de la cantidad de tiempo dedicado a reuniones y videollamadas, o a responder a mensajes.
Quizás esa comunicación forzada fue resultado de la ansiedad de los jefes. Temerosos de que los teletrabajadores se vieran tentados a rendir menos, supervisaron a sus equipos como padres ansiosos que llevan a un niño pequeño a la piscina. O quizá sintieron la necesidad de parecer ocupados y se dedicaron a convocar más reuniones que antes. Quizá quedaron atrapados en un ciclo de actividad inútil: hámsteres corporativos dando vueltas en una rueda. Muchos jefes se quejan de "fatiga del Zoom", ya que enlazan una videollamada a otra y a menudo, hacen esperar a los participantes mientras tratan de concluir la reunión anterior.
Esa mala noticia tiene un lado positivo. Si desaparecen las reuniones innecesarias, la productividad debería mejorar. Las investigaciones indican que los ejecutivos pueden pasar 23 horas a la semana en reuniones. Pensemos en todo lo que se podría conseguir si se redujera ese tiempo a la mitad. Y eso será igual de cierto modo, cuando se vuelva a la oficina y se deje de trabajar desde la mesa de la cocina. La pandemia podría suponer una llamada de atención acerca de la inutilidad de las reuniones.
El mejor hábito desarrollado durante la pandemia ha sido la flexibilidad. El ritual del viaje diario y el día de trabajo estándar se ha abandonado. Y con él, la maldición del "presentismo", la idea de que uno no está trabajando si no está constantemente visible. Los trabajadores capaces de autoaislarse han demostrado que siguen sacando adelante su trabajo, incluso cuando no están bajo la mirada del jefe. Según una encuesta realizada a jefes de personal por la empresa de investigación Gartner, el 65% de ellos planeaba permitir a los empleados flexibilidad en la organización de su trabajo, incluso después de la distribución de las vacunas. De acuerdo con sus predicciones, en torno a la mitad de la fuerza laboral querría volver a la oficina, al menos una parte del tiempo.
Permitir esa flexibilidad tiene mucho sentido. Cuando terminen los confinamientos, muchos trabajadores disfrutarán de la oportunidad de escapar de casa y encontrarse con los colegas en persona. Serán aun más felices si pueden llegar a las diez de la mañana un día y a las ocho y media al siguiente, si ello se adapta mejor a sus necesidades domésticas. Y, en caso de que decidan trabajar en casa los viernes, ya no se sentirán tan culpables como antes de la pandemia. La oficina puede ser un refugio, no una cárcel.
También los empleadores aprovecharán la nueva flexibilidad. Silvina Moschini, que dirige TransparentBusiness, una compañía de gestión de recursos humanos; afirma que las empresas cambiarán la forma en que amplían sus operaciones, y confiarán en autónomos, contratistas y proveedores mucho más que en los empleados a tiempo completo.
Manejar una combinación de teletrabajadores y trabajadores autónomos exigirá nuevos hábitos por parte de los directivos. Moschini dice que la clave estará en desarrollar una "dirección empática", que comprenda las diversas situaciones laborales de los miembros de un equipo. Ello podría suponer el envío de pequeños regalos; en los inicios del confinamiento, ella envió zapatillas a su equipo para que se sintieran cómodos (tanto mental como físicamente) trabajando desde casa.
El contacto con los trabajadores no debería basarse en un horario rígido, sino parecerse más al sentimiento que impulsa a los niños a consultar a sus padres mayores de vez en cuando. Los contactos amistosos e informales son un nuevo hábito que los directivos todavía tienen que perfeccionar.
Actualidad Laboral / Con información de La Vanguardia