Haga una prueba: busque un libro, revista o diario entre el público de un medio de transporte o una sala de espera, o una cámara de fotos en cualquier lugar turístico: verá mayoría de pantallas. El avance tecnológico es fascinante, pero como con el rostro de Medusa, corremos peligro de quedar petrificados de solo mirarlo asombrados.
La velocidad del progreso genera instrumentos cada vez más pequeños, potentes y amigables, y a la vez más accesibles económicamente, haciendo realidad fantasías de hace un par de décadas, que ya han ocurrido o son previsibles a corto plazo, desde autos sin chofer hasta ropa inteligente. Pero la fascinación del cambio en nuestra vida personal y laboral nos esconde el alcance de sus consecuencias sociales, demorando la reacción necesaria para absorberlas.
La economía colaborativa trae la uberización de sectores, como el traslado de personas o el alquiler de viviendas por pequeños plazos de Airbnb, que, más allá de los ajustes requeridos en más de una ciudad, revoluciona sectores completos, destapando y valorizando capacidades ociosas y cambiando nociones de propiedad: ¿hasta qué punto es necesario tener un auto que va a estar detenido la mayor parte del tiempo? Servicios como Yugo en Barcelona y otras ciudades europeas ofrecen motos estacionadas por la ciudad, que se pagan sólo por el rato de uso y luego se dejan para el siguiente asociado que la reserva y pone la sesión en marcha a través de su teléfono inteligente. Es la revolución de las redes digitales, que, cuanto más densas (gracias a los celulares inteligentes), más enriquecen servicios de trafico fluido como Waze. Combinando geolocalización, interconexión y robots, crean sistemas complejos que funcionan desde un teléfono, con un mapa interactivo y un robot que habla con naturalidad en el idioma elegido.
Así, casi sin darnos cuenta, dejamos de lado el videoclub, el centro musical, los discos y CD por la comodidad del streaming, el cine o la televisión, porque vemos películas y leemos el diario en pantallas o en el celular, que nos acompaña todo el día y nos asiste como reloj, calculadora, mapa y cámara de fotos, y nos entretiene, informa y mantiene en constante comunicación con amigos y trabajo a través de las redes digitales.
Los robots salieron de las líneas de producción y ya se enseñan entre ellos. Nos asisten en nuestros ejercicios y programas de salud, nos atienden cada vez mejor en la compra de entradas de cine u otros servicios, y nos anuncian autos sin conductor, robots periodistas, asistentes legales y médicos para diagnósticos y seguimiento. La producción cambia con impresoras que generan piezas, repuestos a domicilio, instrumentos musicales y hasta proyectan "imprimir" viviendas en tamaño real. Las casas apuntan a ser inteligentes y las fuentes renovables se basan en la interacción de robots con tecnologías, que van desde la jardinería, el transporte y la energía, hasta la agricultura o la medicina, reemplazando el trabajo personal con la asistencia de robotsDe este modo casi lúdico se instala el cambio digital entre nosotros de un modo cada vez más generalizado y a la vez sutil, y modifica el futuro del trabajo. Seremos más asistidos por medios digitales y el avance de robots en la manufactura restará demanda de mano de obra. Tendremos más tiempo y en este ocio forzado el trabajo humano se orientará hacia la economía de servicios o el manejo y la gestión de tecnologías, demandando capacidades distintas de las de la industrialización que estamos abandonando, como muy bien describen Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee en La segunda era de las maquinas.
Cruzar esa brecha no será sencillo, especialmente en países con economías menos competitivas y dinámicas, que no podrán crear nuevos puestos de trabajo con la velocidad requerida para absorber los nuevos desempleados. Seguramente veremos nuevas manifestaciones de taxistas condenando a Uber y reviviendo a los luditas que en el siglo 18 rompían telares en rechazo a la incipiente industrialización que amenazaba a las tejedoras domésticas.
Más allá de la explicable frustración, es imperativo revisar las pautas de educación y capacitación para desempeñarse en el mundo digital que está a la puerta, y difícilmente este desafío pueda ser cubierto a tiempo sólo por la iniciativa pública. La educación generalizada del siglo de la ilustración preparó generaciones para desempeñarse en múltiples trabajos y especialidades, pero la revolución digital acelera el cambio de perfil hacia los servicios. No es que habrá menos trabajo, pero será distinto, con más énfasis en el servicio y la relación personal. Es imprescindible anticipar los cambios para ajustar la preparación de la fuerza laboral, como hizo Robert Reich en El trabajo de las naciones, ya que la velocidad digital deja poco margen para preparar a las nuevas generaciones y volver a entrenar a la actual, aunque, al mismo tiempo, provee de herramientas más efectivas para capacitar a distancia con efectividad.
Los planes de educación en países como Singapur o Estados Unidos buscan adecuar las nuevas generaciones a la realidad del siglo XXI, para lo cual incluyen líneas de trabajo en ciencia, tecnología, matemáticas, arte e ingeniería, que van desarrollándose a lo largo de toda la escuela primaria y secundaria. Pero en nuestro entorno, que arrastra brechas crecientes de educación tanto internas como respecto del exterior, el reemplazo de personas por tecnología deberá ir acompañado con planes en los cuales las empresas complementen el esfuerzo de la educación pública con prácticas de trabajo y programas internos de capacitación y reentrenamiento, de modo de cerrar la previsible brecha de desempleo, alimentada por la menor demanda de trabajo industrial y la oferta con deficiencias de capacitación.
La complementación de la educación formal con becas de primer trabajo y entrenamiento de capacidades en la tarea, no sólo aportarán un necesario enfoque de educación continua y práctica, sino que mejorarán la calidad de los trabajadores, harán más atractivo el trabajo por la perspectiva de mejora y disminuirán la rotación y el descontento laboral.
Si hay un aspecto en que la colaboración público-privada es imprescindible y urgente es este de cerrar la brecha digital en las generaciones actuales en actividad y en las futuras, ampliando la perspectiva de la empresa. La complejidad que está adquiriendo el contexto exige de las empresas un rol como actor social que va más allá del operador económico, con influencia decisiva en la formación de valor y su distribución en la sociedad. A la creación de empleo hay que agregarle la formación continua y sistemática de capacidades en los trabajadores. De otro modo seremos testigos del lado negativo de la tecnología: el malestar social producto del desempleo y falta de oportunidades para quienes no estén equipados para trabajar en el siglo XXI, y el retroceso de la competitividad del país en el contexto global.
Actualidad Laboral / Con información de La Nación