El pánico al populismo está cambiando la narrativa económica. Fenómenos como Donald Trump, el candidato republicano a presidir EE UU, que ha azuzado los miedos proteccionistas, o el Brexit han despertado los miedos de las grandes instituciones y forzado una mayor atención hacia los desfavorecidos de los países ricos. Desde la crisis, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha ido progresivamente centrando sus análisis y recomendaciones en la desigualdad y este clima general le ha hecho acentuar su giro. Pide más políticas que ayuden a expandir los beneficios del crecimiento, pide acción para evitar un retorno al nacionalismo económico.
Si algo caracterizan las jornadas que celebra el Fondo Monetario Internacional (FMI) cada seis meses en Washington es la calma con la que se desarrollan en los últimos años. El mundo se recupera lento y frágil de la crisis más dura desde la Gran Depresión, un declive brutal que ha empobrecido a las clases trabajadoras hasta en los países más ricos, pero, al menos desde 2013, nunca hay manifestaciones, ni carteles reivindicativos ni bocinas en la calle. Esa gran reunión de políticos, banqueros y economistas de todo el planeta se desarrolla en un pequeño perímetro que concentra la sede del FMI y del Banco Mundial —muy cerca ambos de la Casa Blanca y de la Reserva Federal— y se blinda hasta arriba, pero nadie protesta al otro lado de las vallas.
La furia ha llegado por televisión, por redes sociales y, muy especialmente, por las urnas. Y eso ha sacudido la casa que dirige Christine Lagarde desde 2011. "El crecimiento solo ha beneficiado a unos pocos", dijo esta semana, en la jornada de otoño. "La globalización debe ser diferente, no puede ser ese impulso por el comercio como hemos visto históricamente, debe tenerse en cuenta la inclusión, la determinación de que funcione para todos, debe prestarse atención a aquellos en riesgo de quedarse atrás".
La erosión de las clases medias en los países desarrollados se ha agravado con la Gran Recesión, pero se cultivó a lo largo de décadas y el Fondo no ha sido un convidado de piedra. Durante años se labró una imagen de bastión del neoliberalismo, para, especialmente con la entrada de Olivier Blanchard como economista jefe (2008-2015), empezar a valorar cada vez más los efectos de la disciplina fiscal en el crecimiento, la repercusiones sociales y económicas de la desigualdad. Pide a Estados Unidos, por ejemplo, que suba el salario mínimo y tome medidas para combatir la desigualdad, la bolsa de pobreza que arrastra el país más rico del mundo. Es llamativo comparar los informes de años recientes con los de los 90 y principios del 2000, donde por los efectos adversos de la globalización se pasaba de puntillas. Y con el auge de los populismos, el giro del Fondo se acentúa.
Aumento del populismo
"Este es un debate al que el FMI llega demasiado tarde, pero no se puede culpar solo al Fondo, yo también me culparía a mí mismo y a todos los que forman parte de la profesión de la economía, hemos fracaso en prestar atención a esos problemas hasta llegar al punto en el que estamos, cuando, obviamente, con fenómenos como Trump y otros, no se puede ignorar", reflexiona Jacob Kirkegaard, del Instituto Peterson, en Washington. "Las herramientas con las que los economistas trabajan han tendido a centrarse en el crecimiento del PIB, que es bueno, pero el problema es que si ese crecimiento va al 2% de la población y el 98% pierde, tienes un problema político", añade.
Una forma de ver la economía dice que las políticas deben centrarse exclusivamente en potenciar los crecimientos de los países y no intervenir mucho más, porque esa riqueza que se genera se va repartiendo por sí misma, goteando a todas las capas sociales. No funciona.
El Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, hacía la misma reflexión en una reciente entrevista en EL PAÍS a cuenta de los recelos proteccionistas en Europa. "Existía la creencia —muy estúpida, desde un punto de vista económico— de que si los gobiernos mantenían las cuentas públicas saneadas, los mercados funcionarían y habría pleno empleo y todo el mundo se beneficiaría. Pero la teoría económica dice que si hay integración, hay ganadores y perdedores, a menos que pongan políticas fuertes para proteger a estos últimos. Los ideólogos olvidaron la distribución". Ha sido un magnate que vive en la Quinta Avenida de Nueva York quien paradójicamente más está ayudando a verlo.
La desigualdad, un riesgo económico y social
El Fondo Monetario no nació —hace más de 70 años, en la conferencia de Bretton Woods— para preocuparse de asuntos como la desigualdad económica y social. No forma parte de su mandato original, ni ha estado entre sus desvelos hasta hace pocos años.
Pero el asunto de la equidad ha ido ganando cada vez más peso en la institución —para escándalo de los halcones de la casa, según cuentan varios técnicos y extécnicos—.
Con el objetivo de poder entrar en ello, la institución ha asumido la distribución de la renta como un asunto clave de la estabilidad macroeconómica y de su balanza de pagos, conceptos que sí están en el corazón de su mandato.
Así, el informe anual del FMI de 2016 convierte la desigualdad en un área prioritaria de trabajo para el próximo año, equiparándolo al nivel de los análisis sobre el sector financiero o los riesgos fiscales.
Primero, el asunto de los desequilibrios sociales entró en el ámbito de la investigación y en 2015 los incorporó en nueve de los exámenes anuales que hace de la situación económica de los países (las revisiones enmarcadas en el llamado Artículo IV), como prueba piloto. La práctica de extenderá muchas más economías en 2016 y 2017. Porque la desigualdad, en sí misma, lastra el crecimiento.
Actualidad Laboral / Con información de El País