Durante gran parte de su carrera como psicólogo organizacional, Cameron Anderson había sentido curiosidad por una cuestión aparentemente sencilla: ¿Tratar mal a la gente ayuda a la gente a ascender? Pero no fue hasta noviembre de 2016, cuando los votantes auparon a Donald Trump al puesto más poderoso del mundo, cuando Anderson se vio impulsado a actuar.


"No pude evitar pensar: 'Vale, ahora es el momento de hacer por fin un estudio adecuado sobre esto'. La idea de que estos narcisistas egoístas y maquiavélicos son los que llegan a la cima, parece ser una evidencia", cuenta Anderson, profesor de comportamiento organizacional en la Universidad de Berkeley (California, Estados Unidos).


Desde Iván el Terrible hasta Elon Musk, parece haber un patrón de personas que acaban en el poder portándose como imbéciles con los demás. Seguramente, pensamos, deben de haber salido adelante (al menos en parte) gracias a sus despreciables personalidades. Y lo que es peor, todas las personas despiadadas de las que se rodea la gente en el trabajo hacen dudar al resto de su propia amabilidad. Preocupa que los de perfil abusón y traicionero coman la tostada a los demás ascendiendo por la escalera corporativa.


Pero, según el estudio de Anderson, eso no es así. A partir de los resultados de un test de personalidad realizado a estudiantes universitarios y de posgrado hace 2 décadas, sus compañeros y él siguieron la pista de los participantes para ver cómo les había ido en sus carreras. En ciencias sociales, el término técnico para estos imbéciles (los combativos, egoístas y manipuladores) es "desagradables". Anderson descubrió que los estudiantes con personalidades desagradables no tenían más probabilidades de llegar a puestos de poder que los más amables. Y el entorno no influye en el resultado: incluso en los lugares de trabajo más tóxicos, ser un gilipollas no ayuda a la gente a progresar.


¿Significa esto que ser bueno es el secreto del éxito? No necesariamente. El estudio de Anderson reveló un aspecto sorprendentemente complejo de una vieja cuestión sobre la naturaleza humana:


¿Cómo ganamos influencia en una comunidad?


La respuesta es aplicable tanto al siglo XXI como a nuestros antepasados. Como criaturas sociales, siempre hemos formado jerarquías, y el lugar que ocupamos en ellas puede determinar si prosperamos o se nos presentan más obstáculos.


Una teoría sobre cómo ascendemos en el escalafón sostiene que recurrimos a la agresividad para intimidar a nuestros compañeros y someterlos, como hacen los gorilas y los chimpancés. Esto es lo que se conoce como el método del imbécil. Otra teoría afirma lo contrario: que construimos aliados realizando actos de generosidad, algo mucho más común en los humanos. Esto es lo que se conoce como el método amable.


Hay todo un universo de investigaciones sobre la relación entre personalidad y jerarquía, con pruebas sólidas en ambos lados. (De hecho, existe una tercera teoría, según la cual acumulamos poder mostrando competencia, pero la ignoraremos por el momento, ya que es neutral en cuanto a los imbéciles).


Anderson se sitúa firmemente en el bando de los amables: no cree que la intimidación sea el principal camino hacia el poder. Pero, curiosamente, su estudio sugiere que es un poco de ambas cosas.


Para dilucidar los efectos de ser desagradable, él y sus compañeros evaluaron el comportamiento real de las personas en el lugar de trabajo: cómo de dominante y agresivo eran frente a cómo de amable se comportaban. Como era de esperar, los que fueron estudiantes desagradables tenían un comportamiento más dominante y agresivo que amable.


Pero aquí es donde se pone interesante. Anderson descubrió que ambos tipos de comportamiento (desagradable y amable) están correlacionados con la acumulación de poder. Y esta puede ser la razón por la que los desagradables acaban por no llegar más lejos que los buenos, a pesar de nuestras suposiciones.


La asertividad de un imbécil, de hecho, ayuda. Pero su falta de generosidad les frena. Ambos rasgos acaban anulándose mutuamente.


Un reciente estudio se hace eco de esta conclusión. Investigadores de la Universidad China de Hong Kong, la Universidad de Iowa y la Universidad de Purdue se unieron para analizar los resultados de unos 200 estudios que analizaban los efectos de lo que los psicólogos llaman motivaciones prosociales, es decir, el deseo de las personas de beneficiar a los demás.


En dicha investigación, los amables no solo estaban a la par de los desagradables, como descubrió Anderson: de hecho, acabaron primeros en los resultados laborales.


No obstante, cuando los investigadores profundizaron un poco más en los resultados, descubrieron que la amabilidad tiene ventajas, pero también inconvenientes. Resulta que lo más importante no son los comportamientos superficiales que asociamos con ser agradable: cooperativo, educado, amable. Lo más importante es preocuparse de verdad por los demás.


De hecho, sin motivaciones prosociales, ser agradable es perjudicial para el rendimiento laboral y el éxito profesional. Claro, Ted en contabilidad es amable y no combativo. Pero no movió un dedo para ayudar cuando había que entregar aquel informe. Ser amable no es lo mismo que apoyar y defender a los que te rodean.


Le pregunto a Anderson si existe una palabra para describir a las personas que, basándose en estas conclusiones, siguen el camino óptimo hacia el poder: alguien generoso y afectuoso, pero también asertivo e incluso enérgico. "Es algo así como un superhéroe. Uno piensa en los superhéroes como personas fuertes, pero muy morales y afectuosas", responde.


Con sus alumnos del Máster de Administración de Empresas, suele citar a Oprah como ejemplo. "Tiene una fuerza interior absoluta, pero al mismo tiempo no parece comportarse de forma desagradable con los demás", señala.


Para los que no somos desagradables, las conclusiones de Anderson no suponen un alivio total. En definitiva, serlo no ayuda a salir adelante, pero tampoco perjudica. Esto plantea un espinoso problema a las organizaciones.


Aunque los investigadores siguen divididos sobre si ser desagradable con los demás es positivo, las pruebas de que ese comportamiento es perjudicial para los que rodean al desagradable y para la empresa que lo emplea, son claras.


Es bueno que los directivos no favorezcan necesariamente a los imbéciles. Pero a menos que tomen medidas para corregir su mal comportamiento, no estarán actuando en el mejor interés de sus organizaciones.


"A menudo, lo que ocurre es que tienes a un gran imbécil, pero lo mantienes porque produce más que los demás. Sin embargo, lo que muestran los estudios es que es una idea terrible, porque el daño que está haciendo al rendimiento de todos los demás supera los beneficios que aporta el suyo. Subestimamos el daño que hacen los imbéciles", afirma Anderson.


Entonces, ¿cuál es el remedio? Una solución es instituir lo que Bob Sutton, profesor de ciencias de la gestión en la Universidad de Stanford, denomina la "regla del no imbécil": una política de tolerancia cero hacia el mal comportamiento con los demás.


Otra opción es revisar las evaluaciones anuales del rendimiento para recompensar la amabilidad y castigar la imbecilidad, con aumentos y ascensos vinculados a los tipos de comportamiento que benefician a la organización en su conjunto.


"Muchos sistemas de gestión del rendimiento siguen basándose en el rendimiento individual. Aunque se hable de respeto, este no se mide, y eso fomenta el cinismo", afirma Christine Porath, profesora de gestión en Georgetown, que ha estudiado los perjuicios de lo que ella denomina eufemísticamente incivilidad.


Puede que eso esté empezando a cambiar. La regla de Sutton de no ser un imbécil con los demás se ha adoptado ampliamente, y empresas como Atlassian han revisado sus evaluaciones de rendimiento en parte para asegurarse de que los empleados brillantes pero desagradables no puedan prosperar.


"Cuando empecé esta investigación, sentí que tenía que convencer a la gente de que lo tuviera en cuenta", dice Porath. Ahora, los empresarios acuden a ella para ver qué pueden hacer para que sus empleados sean mejores entre sí.


Además, la pandemia ha puesto de relieve la importancia de la salud mental en el lugar de trabajo, y la Gran Renuncia ha obligado a los ejecutivos a ser más amables con sus empleados por miedo a perderlos.


El cambio también se está manifestando en la imagen de los líderes empresariales. Elon Musk, por ejemplo, se ha comportado como un tirano infame durante años, y el mercado le recompensó por ello. Pero ahora su comportamiento en Twitter (la misma insensibilidad petulante que le ayudó a construir su fortuna en Tesla y SpaceX) está provocando un nuevo nivel de indignación colectiva.


Creo que eso demuestra hasta qué punto han cambiado nuestros estándares. Hace unos años, Musk podía presumir de obligar a sus empleados a trabajar 100 horas semanales y conservar su imagen de visionario que salvaba a la humanidad de sí misma. Hoy, ese mismo comportamiento ha provocado la huida de parte del personal y ha contribuido a que Musk deje de ser el hombre más rico del mundo.


Esto apunta a una nueva era. Es cierto que Musk pudo haber llegado a lo más alto de la jerarquía en el pasado, pero la próxima generación de líderes empresariales va a ser mucho menos indulgente con los futuros Elons.


Y con menos imbéciles en la alta dirección, puede que por fin acabemos con uno de los mitos más duraderos y tóxicos: que los chicos buenos, en virtud de su amabilidad, acaban los últimos.


"La gente ya no está dispuesta a soportar eso. El contexto está cambiando de forma fantástica", afirma Anderson.


Actualidad Laboral / Con información de Business Insider