Muy pocas industrias estadounidenses tienen tanto en juego en la batalla política migratoria, que ya se ha extendido durante varias décadas, como el sector agrícola. Tanto los grandes como los pequeños productores, que pagan salarios bajos por un trabajo desgastante, han dependido históricamente de los inmigrantes provenientes de zonas al sur del río Bravo (o río Grande, como se le conoce en Estados Unidos).
En estos días, más de un cuarto de la mano de obra que labora en los campos agrícolas de Estados Unidos son inmigrantes que trabajan en el país de manera ilegal.
Esta será la respuesta de los productores a las estrictas medidas migratorias que pretende aplicar el presidente Donald Trump: emprenderán actividades de cabildeo y pedirán al congreso opciones legales para conservar a sus trabajadores extranjeros.
Cambiarán a cultivos como almendras y pistaches cuya producción requiere menos mano de obra que las frutas y verduras, que son productos perecederos. Buscarán tecnología que les permita mecanizar la recolección de fresas y otros cultivos. También considerarán rentar parcelas en México.
Sin embargo, hay una medida que no aceptarán por ningún motivo. Incluso si el gobierno de Trump llega a desplegar por todos los campos del país a los 10.000 agentes de inmigración que planea contratar para detener y deportar a los trabajadores agrícolas sin papeles, es muy poco probable que los productores aumenten los salarios y mejoren las condiciones de trabajo de manera que sea atractivo para los trabajadores estadounidenses.
“Siempre habrá trabajadores extranjeros para cultivar nuestros campos”, me dijo Tom Nassif, quien encabeza la Asociación de Productores de Occidente. La única pregunta que deben responder los legisladores en Washington es si “quieren que trabajen dentro de nuestra economía o en otro país”. Advirtió que, si prefieren la segunda opción, deberían considerar que cada trabajador agrícola genera por lo menos dos o tres empleos fuera del campo.
La mayoría de la información que tenemos sobre los efectos de la inmigración en los trabajadores nacidos en Estados Unidos se basa en estudios sobre lo que sucede cuando llegan los inmigrantes. Hace casi 30 años, el economista David Card descubrió que la oleada migratoria de Mariel en 1980, cuando más de 100.000 cubanos abandonaron la isla y se desplazaron a Florida, causó muy pocos daños al empleo o los salarios de los estadounidenses con los que competían.
Desde entonces, numerosas investigaciones han intentado encontrar errores en esa conclusión que parece ilógica. No obstante, a pesar de que el gobierno de Trump argumenta que los inmigrantes han diezmado a la clase trabajadora, el análisis de Card ha resistido los cuestionamientos porque, fuera de contadas excepciones, los economistas convienen en que incluso los trabajadores locales menos educados se ven afectados de manera mínima con la llegada de los inmigrantes.
¿Pero qué sucede en el caso contrario? Aunque se sabe mucho menos acerca de las consecuencias de expulsar a los trabajadores inmigrantes, una serie de estudios realizados el año pasado también ha logrado cierto consenso: expulsar a los inmigrantes tampoco abre oportunidades para los trabajadores originarios de Estados Unidos. Más bien, el impacto de este fenómeno los pone en una situación peor que cuando los inmigrantes estaban en su país.
En una investigación que está por publicarse, Giovanni Peri y Annie Laurie Hines, de la Universidad de California en Davis, toman como base un hecho subestimado de la política migratoria estadounidense: el presidente Barack Obama deportó a muchos inmigrantes durante su primer mandato.
El número de inmigrantes no autorizados detenidos lejos de la frontera, como en su lugar de trabajo, en su hogar o en espacios públicos, se elevó a más del triple, a casi 350.000 de 2007 a 2011; después, Obama cambió su táctica y se concentró en los inmigrantes no autorizados que tenían historial delictivo.
Los investigadores descubrieron que el empleo y los salarios en estados como Arizona, donde se dispararon los arrestos realizados por oficiales de Inmigración y Control de Aduanas, no registraron mejores cifras que otros estados en los que el número de arrestos varió muy poco, como Delaware, Pensilvania y Virginia Occidental.
Estos resultados sugieren que en regiones en las que se intensificó más el control, en realidad los salarios de los trabajadores nacidos en Estados Unidos empeoraron.
El argumento de Peri y Hines es intuitivo. Las redadas y las deportaciones alteran el flujo de trabajo. Pueden ahuyentar a otros trabajadores y dejar a los patrones en una posición difícil para mantener la producción. Por ejemplo, cuando algunos agentes de inmigración realizaron una redada en una granja de champiñones en Pensilvania este año, ahuyentaron a los trabajadores de las granjas vecinas, las cuales se vieron obligadas a reducir su producción.
Este tipo de situaciones pueden generar mayor incertidumbre entre las empresas y desalentar la inversión. “Es probable que la incertidumbre y las interrupciones en las actividades del mercado laboral derivadas del mayor número de arrestos haya hecho que algunas empresas se fueran y se reubicara la producción”, escribieron los investigadores. Un ejemplo podrían ser los productores de aguacate de California que exploran terrenos en Michoacán.
Es posible que los productores logren superar en algún momento los problemas que ocasionan las redadas migratorias. Una vez que se calme la situación, quizá ofrezcan empleos con mejores salarios a trabajadores estadounidenses. Sin embargo, la evidencia no es muy prometedora.
Otro estudio que publicó el mes pasado Peri junto con otros dos colegas examinó el efecto de la repatriación obligatoria de mexicanos y mexicoestadounidenses en 893 ciudades entre 1929 y 1934. Esta acción se presentó como una medida para reducir el desempleo y darle trabajo a estadounidenses que habían sufrido los embates de la Gran Depresión. No obstante, la tasa de desempleo entre los trabajadores nacidos en Estados Unidos en realidad fue mayor en las ciudades que repatriaron a más mexicanos, y esta tendencia se mantuvo hasta 1940.
Como ya señaló mi colega Binyamin Appelbaum, otro estudio independiente realizado este año examinó la conclusión del programa bracero en 1964, cuando se pidió abandonar el país a los trabajadores agrícolas mexicanos que habían sido invitados a trabajar en los campos para remplazar a los estadounidenses enviados a la Segunda Guerra Mundial.
La investigación descubrió que la eliminación de los trabajadores agrícolas mexicanos “tuvo un efecto mínimo mensurable en el mercado de los trabajadores agrícolas nacionales”. Por el contrario, los productores mecanizaron algunos procesos y dejaron de cultivar productos que requerían mucha mano de obra.
Otra exclusión parece inminente. El control migratorio es más estricto desde que Trump asumió la presidencia. El Departamento de Seguridad Nacional ya no se concentra en los inmigrantes que son delincuentes, como sucedió al final del gobierno de Obama, sino que aplica sus acciones de manera más generalizada.
El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) declaró que sus agentes han arrestado a 43 por ciento más inmigrantes no autorizados que el año pasado. Del 22 de enero al 2 de septiembre se realizaron 28.000 detenciones de “infractores de normas migratorias no delincuentes”, el triple de los que se realizaron durante el mismo periodo en 2016.
Las empresas no son las únicas que intentan encontrar formas de franquear las cambiantes políticas migratorias. El sindicato de trabajadores de la industria hotelera, por ejemplo, desea incluir en los contratos de trabajo una disposición que establezca que los patrones no permitirán que los agentes del ICE puedan ingresar a los lugares de trabajo si no cuentan con una orden judicial.
Los hoteleros y el sindicato sostienen conversaciones para ofrecer capacitación conjunta a los supervisores en cuanto a las acciones que deben aplicar cuando se presenten las autoridades migratorias.
Desde California hasta Florida, intentan pensar cuál será la mejor respuesta si para enero se le retira a los haitianos el estatus de protección temporal que les permite trabajar en Estados Unidos. En ese caso, “entre 1,1 y 1,2 millones de personas podrían convertirse en indocumentados de un día para otro”, subrayó Maria Elena Durazo, vicepresidenta de Derechos Civiles, Diversidad e Inmigración de Unite Here, el sindicato de trabajadores de la industria hotelera.
El gobierno de Trump considerará estas medidas como una señal de éxito: verá a los inmigrantes temerosos ante un gobierno estadounidense que por fin decide defender a los suyos.
Sin embargo, nada les garantiza a los trabajadores estadounidenses que pronto tendrán acceso a muchos empleos maravillosos. En el sector agrícola, la industria empleó durante la primavera pasada a 30.000 trabajadores menos que el año anterior, según las estadísticas oficiales. Además, con todo y las quejas de los granjeros en cuanto a la escasez de mano de obra que los obligó a pagar más, los salarios de los trabajadores del campo ni siquiera se mantuvieron al nivel de la inflación.
Actualidad Laboral / Con información de The New York Times / Eduardo Porter