Durante tres años, Siyamthanda Dube vivió con su familia en una pequeña cabaña en la propiedad donde limpiaba, cocinaba y cuidaba a los hijos de una pareja acomodada de Johannesburgo, una costumbre heredada del apartheid (sistema de segregación racial en Sudáfrica y Namibia), agravada por los abusos cometidos por los empleadores. La comodidad era mínima, pero no tenía opción. "Debíamos colocar nuestra cama sobre cubos para poder meter por debajo los colchones de los niños", recuerda esta mujer de unos treinta años. "La casa estaba bajo la sombra de un árbol, lleno de insectos", precisa.
Como ella, una gran parte del millón de empleados domésticos censados en Sudáfrica, continúa viviendo en la propiedad de sus patrones. A menudo, en condiciones espartanas. Esta costumbre constituye uno de los regalos envenenados dejados como legado por el régimen del apartheid. En aquella época, esta violación de la estricta separación racial -erigida en ley fundamental del país- se toleraba para permitir a los amos de la minoría blanca, mantener siempre a mano a sus sirvientes de la mayoría negra; normalmente, obligados a exiliarse en los lejanos 'townships' (áreas reservadas para negros).
El sistema racista, llamado de desarrollo separado, murió hace ya 25 años, pero su geografía todavía vive. Numerosos empleados negros continúan domiciliados lejos de su lugar de trabajo. Y a falta de transportes públicos dignos, suelen tener una residencia en la casa de sus jefes. Sus condiciones de trabajo se ven profundamente afectadas.
"A menudo, los empleadores piensan que pueden utilizar a sus empleados como les plazca porque viven en su casa", lamenta Amy Tekie, que dirige una red de ayuda a mujeres llamada Izwi. Horarios interminables, descanso semanal facultativo, salarios irrisorios, y un sinfín de abusos recopilados por esta asociación que ayuda a más de 200 mujeres al año.
Despedida
"La gente no sabe que se puede despedir a un empleado del hogar así sin más", explica Amy Tekie. Siyamathanda Dube fue víctima de estas prácticas expeditivas de otra era. En 2017, fue golpeada y despedida por llegar tarde un día a su trabajo. Había tenido que llevar a su hija, con fiebre, a que la viera un farmacéutico.
"[Mi jefe] comenzó a gritar, a insultarme. Después, me empujó y me caí", cuenta la joven. Fue hospitalizada inconsciente. Su patrón le ofreció 200 rands (unos 12 euros, 14 dólares) para que "se callase", dice. Pero cuando volvió a casa de su empleador, la puerta estaba cerrada. Despedida.
Estas brutales costumbres son moneda corriente en Sudáfrica, incluso si el país se enorgullece de ser uno de los tres del continente que ha ratificado la convención de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los derechos de los trabajadores. Esto se explica, primero, por el peso de la historia racial del país.
Fazlyn Toeffie, de clase media, insistió en contratar "dentro de las normas" a una mujer de la limpieza, pero reconoce que tardó en darse cuenta que las relaciones que mantenía su familia con su personal no eran "normales". "Crecí en un hogar [...] donde los empleados domésticos no eran respetados", recuerda esta mujer de 39 años. "Solo podían comer en sus barrios y volvían después a lavar los platos".
La fragilidad de las empleadas del hogar se ve agravada también por su estatus. Muchas de ellas vienen de los vecinos Zambia o Lesoto, sin permiso de trabajo.
"No puedo decir nada"
"Ellas no van a defender sus derechos y decir no", señala la abogada Chrsicy Blouws. Por lo que los abusos suelen quedar impunes. Itumeleng, que prefiere utilizar un nombre ficticio, fue agredida sexualmente por su patrón este año. "Una noche, mi jefe estaba borracho. Entró en mi habitación y me tocó", acusa la joven, que explica con vergüenza que fue víctima de una agresión sexual. "Pero no puedo decir nada. No soy sudafricana, no tengo permiso de trabajo...".
Ante estas situaciones, las trabajadoras apenas encuentran apoyo. "La mayoría no se afilian a un sindicato", lamenta Amy Tekie. "Están realmente muy aisladas". Su vulnerabilidad se refleja también en su bolsillo. Cuando el gobierno implementó en enero un salario mínimo de 1,36 dólares la hora (1,2 euros), las empleadas del hogar tuvieron que contentarse con... 1 dólar. "No se dio ninguna explicación" para esta diferencia, constata amargamente la abogada Chriscy Blouws,
Solicitado por la AFP, el ministerio de Trabajo no respondió. Pese a todo, Amy Tekie rechaza entregar las armas en su combate por el reconocimiento de los derechos de las empleadas del hogar. "Se ve que las cosas empiezan a cambiar lentamente", afirma. Este año, la justicia reconoció su derecho a daños e intereses en caso de accidente laboral. Y un tribunal, condenó a los patronos de Siyamthanda Dube a una multa de 3.600 euros (4.000 dólares) por despido improcedente. "Me sentía como un zombi", recuerda la mujer. "Pero ahora estoy mejor", concluye.
Actualidad Laboral / Con información de AFP