Hay en Japón un robot que se llama Nao, mide apenas 58 centímetros y es capaz de desenvolverse en 19 idiomas y detectar las emociones de su interlocutor mediante un sistema que analiza sus expresiones faciales y su tono de voz. Todo ello, al módico precio de 7.000 euros por unidad, una tercera parte del salario base medio anual de un trabajador japonés. Quizá por ello, el banco nipón Mitsubishi UFJ ha anunciado que en primavera incorporará a un puñado de estos androides a sus oficinas, en las que serán los encargados de recibir a los clientes y responder a preguntas básicas sobre los servicios que presta la entidad. Estará en período de prueba y, si la supera, se generalizará su uso en la red comercial. No es la primera experiencia de este tipo en un país en el que Nestlé ya ha fichado al primo hermano de Nao, Pepper -obra también de la francesa Aldebaran Robotics-, para vender sus máquinas de café en un millar de tiendas.

Estos robots humanoides son la cara más avanzada de un proceso de automatización del empleo que abarca a otros muchos sectores, desde el comercio al transporte,con cajas autoservicio que prescinden de los cobradores manuales o servicios telefónicos de atención al cliente automatizados que diezman las plataformas de telemárketing. Tecnologías que se refinan a pasos agigantados, gracias a los avances en inteligencia artificial, y que reavivan los temores a una sustitución masiva de trabajadores por máquinas que han empezado a adquirir habilidades que nunca antes habían mostrado, como la interacción.

Este miedo no es nuevo. Ya en la Revolución Industrial, grupos de obreros ingleses que veían amenazados sus empleos se organizaban en revueltas espontáneas para destruir la maquinaria que utilizaban para trabajar, como los telares industriales, a las que culpaban del empeoramiento de sus condiciones de trabajo. Nacía así el ludismo, un movimiento que, sin la intensidad de entonces, sigue vivo más de dos siglos después, con argumentos renovados para justificar ese recelo hacia la máquina.

Y es que si el propio Bill Gates sentenciaba que «la tecnología reducirá la oferta de puestos de trabajo», un estudio realizado en la Universidad de Oxford por los profesores Carl Frey y Michael Osborne auguraba que un 47 % de los asalariados estadounidenses corrían el riesgo de verse sustituidos por máquinas en los próximos veinte años. Teleoperadores, asesores fiscales, relojeros o bibliotecarios son los trabajadores más amenazados, según un profuso estudio de más de 700 ocupaciones, que sitúa a terapeutas ocupacionales, ortopedas o cirujanos como las profesiones de más futuro para los humanos.

Diferencias en Europa

En este estudio se inspiró el think tank Bruegel, con sede en Bruselas, para trasladar el cálculo a la Unión Europea donde, según sus conclusiones, podrían ser computerizados el 54 % de los empleos. El porcentaje sería aún mayor en el caso de España, donde estarían en riesgo el 55,3 % de los puestos de trabajo, según el informe del investigador Jeremy Bowles, que refleja que son los países del sur y el este de Europa, con economías dependientes de sectores que demandan poca cualificación, los más amenazados por esta tendencia. Así, si en Rumanía podrían ser sustituidos por máquinas el 62 % de los trabajadores, en Suecia esa tasa no llegaría al 46,7 %. Habría, eso sí, un efecto que contribuiría a mitigar ese golpe: la mayor lentitud con la que, tradicionalmente, los países periféricos han ido adoptando los avances tecnológicos.

Pero la opinión de los expertos no es, ni mucho menos, unánime. Lo demuestra un estudio del Pew Research Center, que ha pulsado la opinión de 1.900 académicos y analistas que, si bien coinciden en que el avance de la robótica es imparable, tienen posiciones contrapuestas sobre el impacto que este tendrá en el mercado laboral. Un 48 % de los encuestados dibujan un futuro en el que androides y programas informáticos habrán sustituido a un ingente número de trabajadores, no solo aquellos menos cualificados, sino también los conocidos como «de cuello blanco», lo que se traducirá, advierten, en una desigualdad galopante, más parados con nulas expectativas de empleabilidad y amenazas al orden social. Frente a ellos, un porcentaje ligeramente superior (52 %), que piensan que, como ha sucedido hasta ahora, la tecnología creará más empleos de los que destruya y que confían en la capacidad e ingenio para desarrollar nuevas industrias.

Un enfoque sociológico

Dentro de este último grupo podríamos encuadrar a Antonio Izquierdo, catedrático de Sociología en la Universidade da Coruña, que recuerda que, pese a los procesos de tecnificación, «hoy hay mucha más gente trabajando en el mundo que hace 40 años». Entonces, ¿por qué hay conductores que se niegan a pagar en los peajes automáticos o a repostar en gasolineras sin personal? Apunta Izquierdo que, en sociedades donde todavía hay conciencia de comunidad, se entiende que la máquina destruye empleo y deja al trabajador sin sostén, por lo que se reacciona ante el temor a «romper definitivamente ese vínculo social». Maica Bouza, secretaria de Empleo en CC. OO.-Galicia, cree sin embargo que esas actitudes se deben más a que «no estamos acostumbrados a ciertos avances tecnológicos». Y apunta que no hay miedo entre los trabajadores a la mecanización del trabajo, sino al «abuso» del empresariado, que no se preocupa de recolocar a esos empleados desplazados que, aunque no participen en el diseño o implantación de la maquinaria, sí podrían ocuparse de su mantenimiento. La clave para el futuro pasa, explica, por aumentar la inversión en políticas de formación que eviten la exclusión de millones de parados del mercado laboral.

Actualidad Laboral / Con información de La Voz de Galicia