Una presentación de 11 páginas elaborada por empleados de Goldman Sachs, y difundida esta semana a través de Twitter, ha exhibido las vergüenzas del modelo laboral del banco de inversión estadounidense, uno de los titanes de la industria de las finanzas. Las diapositivas fueron compartidas con la dirección de la entidad en febrero, y recogen una encuesta a 13 analistas de primer año —el escalafón de los que empiezan su carrera con contrato en la firma—. Los resultados exponen una cultura corporativa basada en exprimir a su plantilla hasta el límite: trabajan una media de 95 horas semanales, duermen una media de cinco horas al día, y suelen meterse en la cama en torno a las tres de la madrugada.
Pese a la juventud del personal que ha planteado la queja, las secuelas físicas y psicológicas de ese ritmo desbocado son patentes. Las cifras van acompañadas de varios testimonios, todos anónimos, de las víctimas de ese frenesí laboral. “No puedo dormir, tengo la ansiedad por las nubes”, dice uno de ellos. “Había momentos en que no comía, ni me duchaba ni hacía nada más que trabajar desde la mañana hasta pasada la medianoche”, afirma otro. “Esto va más allá del concepto de trabajo duro. Es inhumano, un abuso”, se queja un tercero. Todos aseguran que su relación con familiares y amigos se ha resentido, y tres cuartas partes admiten haberse planteado buscar ayuda para hacer frente al estrés.
Los candidatos a entrar en bancos de inversión de Wall Street, llegan advertidos de que su trabajo no tiene nada que ver, con una plácida jornada de nueve de la mañana a cinco de la tarde. La exigencia es máxima. Y la promesa de un futuro salario mareante, conforme se vayan quemando etapas, es el combustible que mueve el engranaje. Resistir ahora para recoger los frutos después. La realidad, sin embargo, ha superado las peores expectativas de una parte de ellos, que se han decidido a alzar la voz, eso sí, sin desvelar su identidad, una cautela necesaria para protegerse de represalias; en el universo tradicionalmente opaco de las grandes firmas de inversión, donde la discreción y la confidencialidad son cualidades no solo muy valoradas, sino indispensables para formar parte del negocio. Solo aquellos que ya no tienen nada que perder, como el ex ejecutivo Greg Smith, autor del libro Por qué dejé Goldman Sachs, se han atrevido a dar detalles sin ocultarse de lo que sucede entre sus paredes con un barniz crítico.
La queja de los empleados va acompañada de varias peticiones, entre ellas, que los analistas de primer año no superen la barrera de las 80 horas de trabajo semanales, que se respete su descanso desde las nueve de la noche del viernes hasta el domingo por la mañana, o más tiempo para preparar reuniones que a veces se les avisan con escaso margen, obligándoles a arañar horas para llegar preparados.
Goldman Sachs, cantera de altos cargos económicos del Gobierno de EE UU, que también ha surtido a Europa de líderes como el ex presidente del BCE (Banco Central Europeo) y primer ministro italiano, Mario Draghi; ha reaccionado a las acusaciones con un comunicado, en el que abre la puerta a tomar medidas para reducir esa extrema presión sobre sus empleados, aunque sin concretar ninguna. “Reconocemos que nuestra gente está muy ocupada, porque el negocio es sólido y los volúmenes están en niveles históricos”, señala. El banco de inversión también lanza balones fuera, vinculando la queja a factores externos. “Tras un año de pandemia, es comprensible que haya mucho estrés, es por eso que estamos escuchando sus inquietudes y tomando medidas para atenderlas”.
La muerte en 2013 de Moritz Erhardt, un becario de 21 años empleado en las oficinas londinenses de Bank of America cuyo cadáver fue hallado en la ducha de su apartamento; tras sufrir un ataque epiléptico después de trabajar 72 horas seguidas. Fue un toque de atención para una industria que no parece dudar, a la hora de anteponer la trepidante búsqueda de beneficios al bienestar de su personal. El caso, que puso en cuestión el modelo laboral de la banca de inversión, llevó a Goldman Sachs a implantar un límite de 17 horas de trabajo diarias para sus becarios; que compiten con fiereza por hacerse un hueco en la empresa. Esto es, nunca seguir trabajando después de medianoche ni llegar a sus oficinas antes de las siete de la mañana. Ahora, el río vuelve a sonar. “Cuando llegué a este trabajo no esperaba trabajar de nueve de la mañana a cinco de la tarde, pero tampoco esperaba un horario de nueve de la mañana a cinco de la madrugada”, dice uno de los testimonios.
Actualidad Laboral / Con información de El País